domingo, 6 de marzo de 2011

Una de vampiros: "Mecanismo de defensa" (2009)

Hoy me topo con una noticia interesante: una joven dominicana de 17 años ha llamado al atención por ser uno de los pocos casos diagnosticados recientemente de hematohidrosis. Esto es, suda y llora sangre. Chequen la nota. Parece que lo padece desde noviembre.

Cuando leí la noticia recordé que había escrito una historia vampiresca donde hablaba de la hematohidrosis, aunque no sabía que se le llamaba así. Ni por aquí se me ocurrió pensar que se trataba de un padecimiento que ya hubiera sido diagnosticado alguna vez. De cualquier forma, creo que haberme topado con la noticia de esta dominicana me da la oportunidad perfecta para mostrarles dicho cuento, uno de los pocos que he escrito sobre vampiros.

Va:


Mecanismo de defensa

Miedo y terror. Una fuerza combinada capaz de hacer los milagros realidad y las más atroces y descabelladas locuras actos terrenales. Los vampiros sabían que entre los hombres existía una creencia sobre ellos, los ladrones de sangre. Pero no pasaba de ser una creencia y, sin embargo, existían. En la Ciudad de México, los vampiros vivían decepcionados de una sociedad supersticiosa pero incrédula. La Santa Muerte podía ofrecer protección, pero ellos estaban en el cesto de lo inservible de la mente capitalina. En esa caótica y cochambrosa ciudad, no tenía caso creer en vampiros. Como cucarachas o ratas que salían a consumir los restos de los desechos, los vampiros salían en las noches o se mezclaban en el día para comer de la carroña de la metrópoli. Atrás habían quedado los días del terror generalizado, de las creencias que alimentaba el espíritu de los caminantes oscuros, que los llenaban de vigor a la hora de infundir el miedo Y cuando el terror por ellos llegó a un punto cumbre, los hombres les imaginaron un enemigo. Bajó del ring y se subió a los sets. Los no-muertos se reían a carcajadas. Una de la estirpe más vieja, lo mordió pero no lo transformó. Desde entonces, sus enemigos salieron del imaginario chilango, junto con esos temibles depredadores de la noche. La indiferencia de las presas hacía la vida en ese espacio una experiencia tediosa. Los convertidos se reunían de vez en vez a disputarse el líquido rojo de los teporochos y, si suerte tenían, de alguna puta. Asqueroso espectáculo contemplaban los antiguos, los padres de la estirpe, cada uno desde su rincón, sin conocerse, pero percibiéndose. El tedio no cedía. Los vampiros no sabían, o no querían saber, que ciertas historias se presentaban una vez como comedia y otra como tragedia; tocaba el turno a la segunda. Era la ley de Murphy.

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-Coincidencias y voluntades –decía Dafne mientras se acercaba de rodillas al cierre del pantalón- ese es mi credo -Abrió la prenda, masajeó el miembro de su interlocutor, escondido tras la ropa interior y alzó el rostro para ver a los ojos a aquel chico- En mi opinión, el mundo es eso y no más. Por ejemplo –continuaba mientras retiraba el boxer y liberaba aquel ansioso y firme pedazo de hombre- fue mi voluntad invitarte en cuanto te vi; una coincidencia haberte encontrado y una coincidencia más que hayas aceptado.

El chico, con la mirada perdida de la ansiedad que tenía por la imagen de Dafne succionando su miembro en su mente, sólo podía manifestar una creciente malicia; ese tipo de malicia que sólo se obtiene con la experiencia, mucha o poca. Malicia que llegaba a materializarse en el cuerpo, aún vestido, de Dafne. Él gemía y de vez en vez, siseaba, quedo, “Si, si”.

-Oye –dijo con fatiga de placer que aún no arriba- no es por ofender, pero pareces toda una experta en esto.

Dafne acariciaba su parte con lujuria (o al menos, eso creía él) y reaccionó con una traviesa sonrisa al comentario.

-¿Sabes? –continuó él- estar con una chava como tú es una de mis fantasías…

Dafne se sintió halagada. Premió el cumplido acercando la lengua a la punta. Su cabello revuelto y recogido de manera apresurada, sus anteojos de armazón grueso de pasta negra, su blusa vieja, pero limpia, el torso y la espalda que derrochaban una sensualidad que pocos se atrevían a descubrir por no aceptar siquiera regalarle una mirada a Dafne. Ellos se lo pierden, pensó él. “Pendejos”. Sus pensamientos regresaron a aquella chica, que ciertamente rompía sus estereotipos y prejuicios en lo que a chavas (que no mujeres) se refería, grabados en su mente. Ella lo había abordado, le invitaba a tomar algo, a ir a su casa, le mostraba sus discos.

Y sus cuadros. Todos al óleo. Figuras abstractas, siluetas humanas, retratos, paisajes impresionistas, pasajes de inconsciente. Dafne era un verdadero prodigio para la pintura. Incluso quiso regalarle una pintura en agradecimiento por haberla aceptado. La pintó ahí mismo. Aceptando el inusual regalo, él sintió que estaba a un paso de tener sexo con ella; y al menos hasta el momento, el cálculo parecía exacto. Creyó que se sentía tan mal, tan ignorada, tan fea, tan freak (tan de moda la denominación, pensó), que sólo así conseguiría perder la virginidad.

-Es curioso –dijo mientras veía a Dafne casi comenzando a succionar- no he besado ni tus labios.

Dafne se levantó y con gesto de fastidio, lo besó en los labios rápidamente. Él quiso mantenerla así, pero no pudo.

-Ya. ¿Contento? –replicó ella- Ahora déjame continuar.

El chico reparó en un detalle más mientras ella introducía el pene en su boca.

-Ni siquiera sabes cómo me llamo. Y yo no sé tu edad.

Dafne se separó bruscamente de lo que hacía.

-Ok, cabrón –dijo levantando la voz- ¿Cómo te llamas? Tengo diecisiete.

-Pareces mayor…

-Tu nombre.

-Carlos.

-Con eso me basta. ¿seguimos?

-Bien.

Dafne se acercó de nuevo al miembro erecto aún, pero antes de chuparlo, pareció arrepentirse. Se hizo para atrás y rápidamente se despojó de toda su ropa.

-Mejor cógeme. Ya. –señalaba su sexo con el dedo índice.

Consternado, Carlos se acercó y la tomó de los muslos, besándola en los labios. Fue un beso seco, vacío y frío.

-Así que, ¿diecisiete? –comenzó a decir.

-Si.

-¿Y ya has hecho esto antes? No es que dude, pero el que sepas hacer sexo oral no significa que…

-Mi vagina es virgen, pero no me importa.¿quieres saber algo más o llamo a otro que sí quiera cogerme? –dijo Dafne con impaciencia.

-Oye, pero…

Dafne no soportó tantas preguntas y tanta indecisión. Si la iba a penetrar, que lo hiciera ya. Su voz había temblado, era la excitación, pero se mantenía con la mente fría; hablaba con esa misma frialdad, sus palabras lo reflejaban. Se puso rápidamente su blusa, un suéter, se recogió el cabello. Se había dejado los lentes, pues se había percatado de que el llevarlos puestos excitaba a Carlos.

-Te doy una última oportunidad. Aún no me pongo la pantaleta. Penétrame ya. Igual te excita más tenerme semidesnuda.

Carlos efectivamente sintió como su miembro le exigía lo que Dafne ordenaba, pero por alguna extraña razón, se resistía.

-¿Puedo preguntar…?

-¿Por qué he decidido mantenerme virgen, aún cuando le he mamado la verga a más de diez hombres? ¿Ves eso, pendejo? –dijo señalando algo que parecía ser uno de sus lienzos, que estaba cubierto por una sábana- Es una obra maestra. Mi obra maestra. Ya me lo han dicho. Y algo tan especial merece ser firmado con tinta especial y no una vulgar acuarela o embarrada de óleo. Con sangre…

-¿Con san…?

-…de mi himen.

Carlos no supo como reaccionar. Evidentemente la joven pintora nunca había visto sangrar un himen. Quizá su período, pero no el sangrado, no siempre presente (él lo sabía) de la pérdida de la virginidad. La sorpresa había hecho que perdiera la erección. Dafne, al ver eso, comenzó a ponerse el resto de su ropa con hartazgo. Él sentía que se encontraba en una situación un poco inusual. De hecho, todo su encuentro con aquella chica era una eventualidad en su vida. Penetrando a Dafne no había mucha diferencia a hacerlo con cualquier otra chica. Pero algún sentido de moralidad enfocada de manera un poco distorsionada que aún conservaba lo hizo imitar a Dafne. Para él, sólo las de su edad –veinte- merecían tener sexo con él. Comenzó a vestirse también.

-Estás bien pinche loca –dijo al fin- No puedo entender cómo a los dieciséis años puedes desear estas cosas. Estás enferma. Mejor pídeselo a un hermano o a tu papá; así te habrán educado, zorra…

Dafne, reaccionó con furia y rapidez ante el insulto. Tomó una navaja que tenía ahí e hizo una gran rajada en el brazo de Carlos. Él la empujó hacia uno de los caballetes que había en la habitación. La chica dejó salir un par de lágrimas de enojo. Carlos prefirió salir corriendo. Dafne permanecía sentada en el piso un rato. En cuanto se repuso del golpe, salió a la puerta de su casa, vio el cuadro que había pintado para Carlos tirado ahí. Lo tomó y con una gota de sangre de él que había caído en el piso, fresca aún, hizo una mezcla con pintura de óleo de color ocre. Firmó el cuadro, pero no pudo evitar imaginar a un ladrón en la escena. Un ser que le quitaría ese líquido vital, antes de que Carlos lo dejara caer al piso. Se tapó los ojos con sus manos, creyendo que podía dejar de imaginar.

Algo recuperada de su lapsus de angustia espontánea, se sentó lanzando un suspiro, pensando en la siguiente persona que atraería para lograr obtener la preciada tinta que, creía ella, se alojaba en su sexo.

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Lo llamaban Ébola. Todos los vampiros en la ciudad habían oído hablar de él aunque no se conocieran entre ellos. Algunos lo temían, otros lo envidiaban, muchos hacían chistes sobre él; la gran mayoría lo odiaba. Había quienes juraban haberlo visto en acción, haberlo enfrentado y sobrevivir al encuentro. Nadie sabía de dónde había salido, si era un demonio, un ángel caído, un monstruo de la ciencia humana, un nahual, algún brujo o chamán de extraños poderes. Las historias y rumores entre vampiros pudieron haber resultado algo cómico y desconcertante para un observador externo, pero los pocos que se comunicaban entre sí, sentían cada vez más cerca la presencia de Ébola. Temían que terminara con el ganado. Se contaban historias de su sed insaciable. Que no convertía a nadie, que la sangre de una víctima después de haber sido atacada por Ébola era mortal para los vampiros comunes. Que una sombra más espesa que la noche lo seguía y traía la destrucción y el odio hacia ellos. Ellos, vampiros de sangre, no sabían como enfrentar la escasez; los más antiguos y sabios se irían de la ciudad solucionando así su problema, pero los convertidos, los que no sabían calmar su sed más que en los bares, el metro, los callejones oscuros, estaban demasiado acostumbrados a vivir en esa caótica ciudad. Nada ni nadie los sacaría de ahí, ni siquiera la temporada de sequía mortal que la llegada de Ébola significaba para ellos. Y eso significaba, no más vampiros en México. No es que muchos supieran de ello y se alegraran; a fin de cuentas, los seres humanos tenían cosas más importantes en qué pensar.

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-Deberías de dejar de pensar en esa locura. Fírmalo si quieres con sangre de pollo, pero ya deja eso en paz.

Dafne, sentada junto a su hermano, sorbiendo el jugo de un raspado de limón, no pareció haber escuchado.

-Luis –comenzó- Tú estabas conmigo cuando empecé a pintar y reconociste lo que hago como bueno. Se lo enseñaste a personas que supieron apreciarlo, me animaste y dijiste que ese cuadro merecía una firma especial. Te consta. Sólo tú y yo lo hemos visto. Es muy bueno, lo sabes.

-No te lo niego, pero querer firmarlo con la sangre de tu himen no es mi idea de una firma especial. Imagínate. Tendrías que decirle a cada persona que vea ese cuadro que la firma es… eso.

-Eso no importa. Es un símbolo. Mi presentación a la sociedad, como los quince años que nunca tuve. Pierdo mi virginidad y tengo la tinta de mi vagina para celebrar una obra maestra y mi iniciación…

-Pero y ¿cuándo te baja?

Dafne lo miró molesta.

-Eso no cuenta. Tú sabes lo que quiero. No me has conseguido a alguien que se anime. Todos tus amigos y conocidos son unos jotos y persignados. No pueden espantarse de lo que quiero hacer. Javier me cogería todo el día, aunque yo usara esa sangre para cocinar…

-¡Dafne, por favor! Además ¿quien te asegura que tienes himen? Te aseguro que ni tú lo sabes, no te has tomado la molestia de averiguarlo. ¿Qué tal que ya lo tenías y lo perdiste haciendo ejercicio o algo? ¿Y si naciste sin él?

La chica se quedó pensativa. Luis podría tener razón. Pero a ella no le importaba quién tuviera razón; tendría esa sangre…

-Mira quién lo dice… tú fuiste al primero al que se lo pedí y te echaste para atrás, maricón.

-No me chingues. Yo no lo haría, soy tu hermano –acercó su rostro a Dafne- y no menciones a Javier aquí. Odio a ese cabrón… ¿Y si te consigo un vampiro? –dijo en tono burlón.

Un prolongado silencio. La tarde era cálida y la sombra de los pocos pero altísimos árboles de la calle caía exactamente sobre ellos. Permanecían sentados al borde una marquesina que daba a la calle. Veían a la gente pasar. Los pensamientos de Dafne se mezclaron; no pudo dejar de imaginar a uno de esos escalofriantes seres mordiendo los labios de su vagina… succionando y robándose la preciada tinta roja. ¿Cuántos de los hombres que ella conocía en esa colonia serían capaces de aceptar su oferta? Sexo gratis con una virgen. Ella necesitaba esa sangre; era su manera de saborear el éxito de un trabajo bien hecho. Considerando, además, que aquello era más que un buen trabajo, era una verdadera obra de arte. La firma de sangre lo haría perfecto. Sangre, la verdadera tinta de vida, la tinta más honesta, más pura. Imaginar a un vulgar ladrón de sangre la hacía estremecerse.

-No digas eso, por favor –dijo en tono serio.

-Ya deberías dejar de pensar en esas cosas. Los vampiros no existen. Tu último cuadro, lo reconozco, es my bueno, pero… lo que representas me repugna. Puedes imaginar que algo golpea tus miedos, pero exteriorizarlo así me parece patético.

Dafne se mostró ofendida con el comentario. Perder la sangre no era ningún chiste, en especial si era lo único que ella tenía, lo único que la unía con su amado hermano, ese que estaba ahí y la llamaba patética y había rechazado tener sexo con ella para satisfacer su capricho artístico. El mismo que no creía en vampiros, pero la escuchaba, la consolaba cuando tenía esas pesadillas. Pero la niñez se va rápido, los consuelos de su hermano con ella; ahora la llamaba patética, le decía que debía dejar esas cosas. Incluso él, que siempre había creído en su pintura, le decía que debía dejarlo atrás. Aunque la pintura fuera magnífica. Entró visiblemente molesta a su casa y se metió en el cuarto que le habían concedido para convertir en su estudio. Cerró la puerta tras de sí con furia. Luis se encogió de hombros

La tarde se hacía más fresca, el viento soplaba con un poco más de fuerza. Traía polvo y tierra, algunas hojas secas. Pero también traía a una persona. A lo lejos veía acercarse a un chico de aspecto taciturno. Era Carlos. Traía un brazo vendado. Se acercó tímidamente a la casa y preguntó:

-¿Tú eres Luis? ¿El hermano de Dafne?

Luis, aletargado por la pasividad del atardecer que ya se manifestaba, respondió afirmativamente moviendo la cabeza. Carlos pareció dudar; no sabía como decirle al hermano de aquella extraña persona que se había enamorado de ella. El comienzo de su discurso para convencerlo de dejarlo verla era algo que aún no podía salir de sus labios. Además, no sabía como decírselo sin mencionarle el intento de sexo oral que Dafne había protagonizado con él. Pero estaba enamorado.

-¿Y tú tampoco pudiste? –dijo Luis con algo de pereza.

-No pude ¿qué?

-Acostarte con mi hermana.

La frialdad de Luis lo sorprendió aún más que el hecho de que el hermano supiera lo que Dafne hacía.

-Pues, no –contestó con desgano.

-No te preocupes. Debes ser algo diferente a los demás. El hecho de que hayas regresado después de averiguar lo que ella quiere hacer… Tienes puntos conmigo, en serio.

Carlos no supo si debía agradecer el extraño halago. Apenas había abierto la boca para decir algo, cuando Luis lo volvió a interrumpir.

-Pero creo que está algo indispuesta ahorita ¿Por qué no vienes otro día? Le hablaré de ti, en serio.

-Gracias…creo.

-Igual y termina acostándose contigo y ya deja esa locura de una vez por todas. Y dejaría de tener esas pesadillas que ya me tienen harto de que me las cuenta.

Carlos recordó sus propias pesadillas. Había dejado de tenerlas apenas hacía unos tres años. Vampiros atacándolo. Pero él tenía una solución. Max, su víbora. Se metía en sus sueños y estrangulaba o mordía a los vampiros; lo salvaba de ellos y se iba. La víbora lo salvaba cada noche desde los once años. Pero esas pesadillas se habían ido, para siempre, gracias a Max. O eso parecía.

-¿Te pasa algo? –preguntó Luis al verlo absorto en un pensamiento vago.

Carlos reaccionó.

-Eh… no, nada. Gracias, dile a Dafne que si puede perdonarme, yo puedo regresar…

-Se lo diré, no hay bronca.

Carlos se despidió con la mano antes de irse miró hacia la pared. Vio una copa de vino tinto justo debajo de la marquesina donde estaba Luis.

-¿Y eso? –preguntó.

Luis bajó la mirada y vio la copa. No pareció tomarle importancia. Se encogió de hombros, mientras Carlos se alejaba.

El sol estaba por ocultarse, pero los colores alrededor de Luis aún se distinguían. Pensó en sus padres; su padre se había ido, siendo él muy pequeño, no conoció a Dafne. Después llegó Javier. Nunca lo llamó “papá”. Veía como tocaba a Dafne, le enfurecía. De súbito, sintió esa rabia regresar. Un cosquilleo entre los ojos. Sintió que su nariz empezaba a expulsar un líquido. No estaba enfermo. Vio caer una gota en su pantalón. El intenso rojo lo alarmó; no hacía el suficiente calor para que su cuerpo reaccionara de esa manera. Se levantó sobresaltado y ordenó a Dafne alcanzarle un pedazo de papel sanitario pero ella no dio señales de haberlo escuchado. Se levantó y quedó ligeramente inclinado hacia la calle. La sangre escurría por su labio superior y caía, una gota tras otra, en el pavimento. Hacia un copa. Luis puso atención y recordó la extraña presencia de aquel objeto en ese momento. El goteo aumentó y alarmó a Luis. Cada vez más asustado, corrió dentro de la casa y se topó con Dafne, quien ya regresaba con el rollo de papel. Luis pasó corriendo al baño. Sintió entonces, intensas y terribles ganas de orinar.

Se escuchó su grito de terror, desgarrando su voz, desde dentro.

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El mismo día que se había diagnosticado a Luis un extraño caso de fiebre hemorrágica que parecía lo mataría, Dafne, contra la voluntad de su madre, no pudo más que salir esa noche para pederse en el alcohol de algún bar, buscar al hombre que por fin la poseería y tendría la tinta para la firma de su cuadro. Tras el sexo oral con que la oferta se concretó, Dafne le había dado su dirección. Él le había dicho que la alcanzaba allá. Fue un acuerdo extraño, pero tras esa noche, ya nada sería igual.

Sus nuevos amigos del bar, entre quienes se encontraba su nuevo prospecto, la habían dejado morir sola cuando se enteraron de dónde vivía. Ninguno se atrevía a acompañarla a esas horas y menos, borrachos o casi. Dafne les escupió y muy tarde se dio cuenta de que la dirección exacta se la había dado prácticamente a todos y no sólo al chico elegido. Caminó mareada por las calles oscuras y húmedas, tratando de ver a la distancia si un taxi se acercaba. El rumbo era inquietantemente solitario. Tanto que cualquier posibilidad de encontrarse con un ladrón o un violador se reducía a nada. Era ella, caminando completamente sola. Fue cuando comenzó a pensar en su miedo más profundo. Los ladrones de sangre. Sabía que su aroma a virgen desesperada podía atraerlos, como perros rabiosos. Sintió un intenso escalofrío y, poco después, como su pulso se aceleraba, comenzaba a sudar. No le importaba que la mordiera donde fuera, que tomaran su sangre, de dónde fuera, menos de ahí, de su himen, su precioso himen, el tintero de su firma gloriosa aún no plasmada en el lienzo. Se encontró con que el alumbrado público comenzaba a fallar. En la oscuridad, potenciada en sus sentidos por el alcohol, se topó con un cuerpo masculino sin olor, sin calor. La tomó del torso y la forzó hacia sí. Dafne sintió el aliento a muerto de aquel engendro pasearse por su cutis.

La carne era dulce, tierna, sin vellosidad. Un cuello exquisito, palpitante, de piel blanca, empapado en sudor frío excitaba cada vez más a Christopher. Había sido convertido hacía apenas dos noches; su sed era implacable, no lo dejaba vivir en paz. Su nueva condición le pareció aberrante al principio, pero pronto aprendió a oler la sangre y excitarse con su aroma ferroso, a percibirlo a lo lejos. Esa noche en particular, se sentía especialmente sádico. La oscuridad del rumbo hacía posible el encuentro con su víctima una auténtica experiencia que rayaba en el cliché. Pero la sed no perdonaba. La chica tenía ese olor a inocencia fingida que no podía rechazar. Cuando la atrapó y obligó a besarlo en los labios, pudo sentir restos de algo viscoso en sus labios. Semen. Se sintió indignado, él había sido un hombre y aún siendo vampiro, la idea de tener semen en sus labios le pareció repugnante. La forzó; su cuello estaba ahora a merced de los colmillos de Christopher.

-Antes de hacerte chillar de dolor, perra, ¿cuál es tu nombre?

-Dafne –contestó con voz entrecortada.

Abrió la boca y miró fijamente el cuello de Dafne. Delicioso. Pero había algo distinto. El sudor tenía color. Rojo. Y el aroma, lo podía percibir. No había duda, era el elixir que buscaba. No entendía como era que la chica podía sudar sangre, pero la duda no le impidió comenzar a lamerle ávidamente el cuello.

-Así que –comenzó Dafne, con voz débil- No te vas a atrever, pendejete…

Christopher montó en cólera y se separó bruscamente, golpeando a Dafne en la cara. Su orgullo parecía más grande que su sed. La chica cayó de espaldas y vio la herida que el vampiro le había causado. Manaba agua de ella. Limpia, cristalina. Mientras su sudor se convertía en sangre, lo que la herida dejaba escapar era agua. Simple agua. Ambos miraron con desconcierto el fenómeno. Christopher no sabía ya que hacer. Dafne, bañada en sangre, lucía ahora más apetitosa. Pero apenas dio un paso, sintió un par de punzadas en su cuello, trató de reaccionar, pero sintió como su inmortal e invencible esencia se convertía en una asquerosa masa gris que se derretía. Dafne contemplaba el espectáculo con horror y asco. Vomitó. Sangre nuevamente.

-¡¿Qué pasa?! –preguntó gritando.

Lo que había mordido a Christopher había desaparecido. Pero en su lugar Dafne vio acercarse a un niño, un joven como de trece años. Lucía delgado, su mirada era profunda y caminaba decidido hacia ella. La masa gris que solía ser un vampiro humeaba en aquel solitario rincón de la ciudad. El niño le había proporcionado a Dafne una chamarra para cubrirse.

Escuchó una voz en su mente “Ven conmigo”..

Sin esperar siquiera a que Dafne reaccionara, la besó suavemente en los labios y luego besó su cuello. Ella, desconcertada por lo que acababa de vivir, no acertaba a reaccionar. Sintió como su cuerpo le pedía un beso más, pero el muchacho se separó de ella suavemente. Su sudor ya no era rojo, la herida provocada por Christopher dejaba salir sangre, auténtica sangre. Lo miró a los ojos por largo rato. Sus pupilas tenían cada una un color distinto. Una azul, otra verde. Hipnotizada por el inesperado encanto del chico, se atrevió a preguntar:

-¿Quién eres? ¿Cómo me encontraste? ¿Y cómo..?

“Coincidencia”, escuchó Dafne en su mente, “y algo de mi voluntad”. La voz era suave, pero también hablaba con convicción. No había inseguridad. “Pero debo sacarte de aquí. Él puede regresar, y así como acabó con el vampiro, querrá eliminarte a ti”.

Se perdieron en la noche.

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El muchacho quedó viendo impresionado el cuadro. No cabía duda, era perfecto y era él. Las obras de arte no solían ser retratos. Pero el trazo y la textura eran simplemente sublimes. Dafne, de alguna extraña manera, sabía que los vampiros vulgares como el que la había atacado, no eran mejores que las personas. Si hubiera existido la oportunidad de convencer a un vampiro de penetrarla y dejarla firmar su cuadro antes de morir, lo habría hecho. Pero los vampiros sabios, los antiguos, los elegantes, se habían ido ya. Dafne no lo sabía, pero ya sólo quedaban vampiros como Christopher allá fuera, en la ciudad. Pero su invitado era distinto. También parecía sediento de sangre, pero no la buscaba…

-Tú… -balbuceó ella- tú… la llamas, ¿cierto?

El chico no contestó. Contemplaba el lienzo con estupor. Era como verse en un espejo fantástico.

-Tú me soñaste –dijo lentamente.

-¿Cómo lo sabes?

El chico volteó y la miró directo a los ojos. Sonrió con malicia. Dafen sintió como uno de sus ojos quería dejar escapar una lágrima. Sintió como el líquido cruzaba su rostro. Percibió el sabor, cuando llegó a su boca; era inconfundible.

-Pero tengo sed…

Comenzó a acercarse con pasos pequeños, casi tímidos. Cuando estuvo frente al chico, le pareció más infantil que antes. Sintió como el aliento de su invitado se paseaba por la piel de su cuello. La tensión crecía. Dafne, en un gesto involuntario, se quitó la blusa. Dejó sus pechos desnudos frente a él. Sintió un ardor en un pezón izquierdo.

-Ah, el néctar…

El chico comenzó a succionar el pecho de Dafne. El ardor cedía y el placer se abría camino. Manchado en rojo, el torso de la chica fue recorrido por la lengua de aquel extraño vampiro. Pronto, sus encías comenzaron a dejar escapar el preciado líquido. Él la besó en los labios para succionar. “Luis estará bien” oyó ella en su cabeza. Sintió un gran consuelo. Los pensamientos de Dafne se revolvían, volaban en un vacío negro, mientras el chico de las pupilas dispares se daba un frenesí con su boca, su mejilla y sus pechos. A pesar de estar absorto en su banquete de sangre, el inusual vampiro parecía tener la mente ocupada en Dafne. Era obvio, él podía leer sus pensamientos. Ella se preguntó de repente, por qué siempre estaba sola. Luis parecía haber sido siempre su único amigo. Sus padres no consentían su afición a la pintura, pero él sí; la defendía. “Tienes razón, ellos lo no entienden”. El tiempo había pasado volando. El amanecer parecía llegar. El chico que había conocido, del que había conocido el sabor de su pene, no había llegado. El muy descarado había recibido una mamada gratis.

El vampiro terminó. Dafne cayó fatigada en el piso. Él la miró un rato y sintió como el calor de amanecer llenaba su cuerpo. Pero algo cerca se lo robaba. La sombra espesa, que siempre lo seguía. Estaba ahí. Vigilaba a Dafne. Se sentaba como una pantera a punto de a atacar a su presa. Era casi un niño, como él. Pero sus ojos tenían pupilas en forma de cuña.

-El vampiro la tocó. Déjala conmigo… Ébola.

El otro chico sonrió levemente.

-Sabes que mi sangre no saldrá por ningún lado.

“No pretendo que sangres. Mi cometido en este mundo ya está cumplido” la mente de la criatura recibía ahora la voz de Ébola, justo como Dafne momentos antes. Abrió la boca. Su encía rosada estaba vacía, a excepción de un par de enormes colmillos amarillentos. Dejó escapar un extraño rugido.

-No hay más vampiros en la ciudad. ¿Cuántas más visitarás para ahuyentarlos? ¿Cuántas más de mis presas piensas arrebatarme?

“Existes porque los vampiros necesitaban temerle a algo. Fue una coincidencia que te cruzaras en mi camino esta vez. Pero quisiste a la chica, aceptaste sus favores, ¿Qué querías con su cuerpo y su sangre?”

-Eso no es asunto tuyo.

“Sí lo es. Desde que tú y yo, por fuerza de nuestras voluntades y de la coincidencia, seres nuevos y pasajeros como el aire, fuimos empujados a encontrarnos con ella. Yo arrebatarles la sangre, tú a matarlos con el dolor que crees que merecen ¿Has visto su cuadro? Ahí estamos los dos. Ella nos soñó. Quizá…”

-…queremos silenciarla –terminó la criatura.

“¿Por qué?”

-No lo sé. Vampiros habrá siempre. Un solo depredador no podrá con todos. Algunos son más poderosos que yo. Nací para vivir en el instinto de matar. Matar vampiros. No sé de dónde vengo. Cuando leí la mente de la chica vi algo distinto. Los vampiros no lo entenderían; habrían succionado la sangre y con ella, su único sueño. Sólo quería tinta, para el arte, sangre…

“Sangre y arte, hermano…”

La criatura y Ébola, ambos enigmas del mundo, temidos por los vampiros, eligieron entonces desaparecer. Así como habían llegado. La criatura se abalanzó sobre Ébola y lo mordió en el cuello. La sonrisa y el sangrado. Sus cuerpos quedaron tirados, juntos, como dos hermanos gemelos en el útero de una madre. La luz del sol penetró aún más en la habitación. El óleo seco de las pinturas de Dafne brillaba. Donde los cuerpos habían yacido quedó un montoncito de polvo color ocre. Ella, aún inconsciente, permanecía desnuda en el piso. Su sexo sangraba.

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-Dafne me dijo que siempre había temido a los vampiros. Sabía que no eran reales, pero les tenía pavor. Sobre todo porque sentía que le quitaban lo más preciado que tenía, lo único que ella creía que la unía a mí.

La voz de Luis sonaba débil. Carlos escuchaba con atención. Se había enamorado, a primera vista. Dafne, desde aquel día de sexo incompleto, permanecía en su mente siempre. La chica que lo había abordado. Con los pantalones suficientes para exigirle.

-Es una lástima que la hayan enviado tan lejos. Su mente era tan frágil –se lamentaba Luis.

Carlos miró al cielo y luego a Luis. La silla de ruedas lo hacía ver más viejo de lo que en realidad era.

-¿Cuánta sangre perdiste? -preguntó

Luis se sintió molesto.

-Está bien, no preguntaré más –Carlos parecía no saciar su curiosidad, no obstante esa frase- Por lo menos, logró lo que quería ¿no? –dijo en tono de broma- ¿Quién fue el afortunado?

-No sabemos. Diagnosticaron una violación, pero nunca atraparon al culpable. Pero –se acercó discretamente a Carlos- Yo creo que fue Javier, nuestro ex padrastro.

Luis comenzó a moverse para retirarse de ahí. Carlos lo detuvo.

-Yo también le temo a los vampiros. Pero en mis sueños, las serpientes se encargan de eso.

Luis lo miró con incredulidad. ¿Serpientes? ¿Serpientes matando vampiros? Sonaba absurdo. Aunque quizá no tanto como las pesadillas que Dafne le había contado. Ella, ladrona de sangre, dejando sedientos a los vampiros, mirándolos morir en medio de su agonía. Ella conservaba la tinta. Firmaba su cuadro.

-Pero era sólo un sueño -dijo Luis- Dafne nunca pudo firmar su cuadro, los sueños de vampiros iban y regresaban. Pero, debiste verlo… Ese lienzo era…

Carlos no quiso escuchar más y se alejó. No entendía como se había enamorado de Dafne. Quizá el destino los había unido. La extraña enfermedad de Luis le había devuelto los aterradores recuerdos de sus pesadillas con vampiros. Y Dafne, sola, en algún cuarto oscuro, contemplando la espesa oscuridad, donde se encontraba su cuadro sin firmar. La tinta se había perdido. Alguien le había sugerido cortarse las venas, recoger esa preciada pintura natural en frascos. Pero la sangre del himen era especial, la de las venas, no; y se la habían quitado.

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Los vampiros comenzaron a regresar a la ciudad. Pero lo hacían con cautela. Uno de los humanos había logrado crear, sólo con la mente, un depredador capaz de exterminarlos. Ahora sabían que los humanos tenían el poder de invocar sus miedos sin saberlo y descifrar el lenguaje de los sueños. Pronto un infeliz miedoso soñaría con ellos y con el remedio a su terror. Era posible, muy posible, que esta vez, el depredador no decidiera irse.


H.

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