jueves, 24 de marzo de 2011

OXUS (III)

- Mamá, ¿tú quién eres?

Yadira volteó extrañada para ver a su hija, dejando de lado la fruta que estaba cortando. Se agachó, poniéndose de cunclillas frente a su hija y le tomó del hombro, diciéndole:

- ¿Qué dices, mi amor? Soy tu mamá.

La niña, en un gesto de inocente e involuntaria indeferencia, se quitó la mano de su madre del hombro y se alejó diciendo:

- Gracias, ahorita se lo digo.

Yadira, extrañada, se puso de pie y se quedó pensativa, cruzada de brazos. Sergio entró en ese momento a la cocina por una cerveza del refrigerador. Vio a su esposa.

- ¿Qué pasa, Yadira? –le preguntó.

- Es Angélica, esas preguntas y reacciones raras, ese nombre extraño que tanto repite…

- Y te dije que son cosas de niños, tranquila…

- Pero si es algún trastorno, o algo ¿Y si lo le estamos dando la atención que merece?

- Por favor… Atención tiene de sobra y no creo que tenga nada. Esas preguntas son parte de la curiosidad normal de un niño de su edad. Cálmate por favor.

- Pero ese nombre…

- ¿Cuál? ¿Oxus?

Yadira había mantenido la mirada en el piso hasta ese momento. Miró a Sergio directamente a los ojos.

- Sí, ese… -dijo ella.

- Tampoco hay tanto misterio. Mira, hace poco, hojeando uno de los libros de Raúl, encontré la palabra. No es nada del otro mundo: es el nombre de un río que está en Asia. Bueno, el nombre es antiguo, hoy se llama de otra manera.

- ¿En serio? ¿No me estás mintiendo, Sergio? ¿Dónde lo viste?

- Mira, ven, deja te enseño.

Se movieron hacia uno de los libreros y Sergio tomó un volumen grande; era un atlas. Comenzó a hojearlo

- Sí, mira, aquí está –le dijo a Yadira mostrándole con el dedo la parte del mapa donde se indicaba el curso del río.

- Sergio, aquí dice Amu Daria.

- No, espera, es que ése es el nombre moderno. Mira, por acá está la nota que aclara que antes tenía el nombre de Oxus. Velo por ti misma.

Yadira tomó el atlas y acercó el rostro para leer más de cerca. Sergio se alejaba diciendo:

- Seguramente Angélica vio el libro por ahí, lo hojeó y se le quedó el nombre. No sé, a lo mejor le gustó mucho y ahora lo usa para todo.

Yadira no pareció convencida por la cómoda respuesta de su marido. Justo como se había sentido frente a la de Raúl unos días antes, en esa inquietante noche, en la que Oxus entró en su vida. Pero el libro no mentía; ahí estaba el río, existía, había cambiado de nombre, pero era el mismo. Se registró el nombre antiguo. Oxus. ¿Cuál era el problema? ¿Qué Angélica lo conociera?

- ¿Por qué este nombre? –preguntó silenciosamente, con los ojos fijos en el atlas. Angélica se le acercó de nuevo y la abrazó. Yadira, sorprendida por el gesto de cariño de su hija, se alarmó aún más, sin saber exactamente qué era lo alarmante de todo aquello. La niña la miró a los ojos y se alejó dando pequeños brincos. Después de todo, sólo se trataba de algunas letras. Pero, ¿y la pregunta de Angélica? ¿Quién era ella, Yadira? Sintió de pronto que unos brazos la rodeaban por la cintura y un cálido halo de aliento se paseaba por su oreja y recorría su cuello. Era Sergio.

- Eres mi Yadira…

Yadira se percató de que había pensado aquellas preguntas en voz altas y esa repentina muestra de cariño de su esposo era una respuesta. Primero había sido la mamá de Angélica y ahora era la Yadira de Sergio. La misma pregunta se respondía de manera distinta cada vez. Sus pensamientos comenzaron a hablar: “Y todo por…”

- Oxus… –musitó ella con voz suave y sensual, como si experimentara algún orgasmo pequeño, como si disfrutara de un éxtasis fugaz.

Sergio se separó bruscamente y la miró incrédulo. Ella rápidamente salió del trance y se dio cuenta de lo que acababa de hacer. Se observaron algunos segundos, con ojos que expresaban cierta inseguridad. Algo no estaba bien. De pronto, Sergio cambió su semblante, tan tenso hasta entonces, siendo decorado, de súbito, por una traviesa sonrisa.

-Ok, Yadi. Si así lo quieres, podríamos experimentar con ese nombre. Tú sabes, un juego nuevo… Hace un buen rato que no jugamos ¿te das cuenta? Quiero decir, todavía podemos disfrutar de estas cosas…

Se acercó a Yadira y trató de besarla de nuevo, pero ella se echó para atrás, asustada. Tuvo entonces una reacción, como recordando algo y miró con espanto a su esposo.

-Lo que dijo Ángel. Ahora lo recuerdo.

Sergio volvió a endurecer su semblante y Yadira pudo percibir en ese momento su creciente molestia.

- ¿Qué fue exactamente lo que dijo Ángel? –preguntó él lentamente.

Yadira, que se había mantenido apartada, se acercó de nuevo y pidió dócilmente un cariñoso abrazo. Sergio no pudo resistirse y por un momento se olvidó de Ángel, estrechando los brazos alrededor de su esposa.

- Está bien, ya no preguntaré más. Estás muy alterada por todo este asunto. Ya déjalo, te hace mal, olvídate de esa palabra. Si Angélica te la recuerda, tú sólo ten la seguridad de que se trata de un juego, no te preocupes, no pasa nada…

El teléfono sonó, pero Sergio decidió ignorarlo. Yadira, reposando el rostro sobre su pecho, tampoco se preocupó por atender la llamada. Sonó por segunda vez y nadie hizo nada. La pareja se separó un poco; las lágrimas de Yadira, absorbidas por la camisa de Sergio, se habían secado ya, pero su estela de desgaste recorría la cara de la atormentada mujer. Ninguno de los dos podía dejar sonar el teléfono más de tres timbrazos, por lo que se dispusieron a tomar el auricular en cuanto sonara por tercera vez. Cuando lo hizo, la pequeña Angélica se adelantó a sus deseos y contestó la llamada.

-¡Papá! –gritó la niña- ¡Te habla un señor que se llama Ulises!

Yadira abrió los ojos algo más de lo normal. Sergio la besó una vez más en la mejilla y corrió a tomar la llamada. Su esposa lo vio alejado, aunque el teléfono estaba a unos tres pasos de donde ella permanecía inmóvil. Él no entendía. Oxus le exigía contestar una pregunta crucial y ella no podía hacerlo; se estaba apoderando de ella y de sus dudas.

Sergio terminó de carcajearse y sonreír forzadamente y colgó el auricular.

- ¿Recuerdas a Ulises Torres, Yadi? –preguntó mientras entraba a la cocina.

- No, no creo recordarlo.

- Estaba conmigo en el despacho de don Enrique. –salió de la cocina con una manzana en la mano y continuó- Bueno, pues resulta que el tipo tiene una hija y nos está invitando a su fiesta de quince años.

-Sergio, ya sabes que yo detesto esas fiestas.

-Pues sí, pero no puedo dejar de retribuirle haberme contactado para el trabajo que tengo ahora. Estoy ahí gracias a él, ¿recuerdas?

-Esos favores no me gustan, Sergio. Ahorita es ir a su fiesta, y ¿después?

“¿No lo recordabas, Yadira?” pensó él. “Ulises Torres andaba en cosas muy turbias, y hasta me regañaste la última vez que lo vi. Para conseguirme trabajo. Y ahora me está cobrando el favor. Tú también. Haciéndote la desentendida. No me quieres apoyar, ¿cierto? Bien, puedo ir solo”.

- ¿Y bien? –dijo Yadira- ¿Piensas llevarnos?

- No tienes por qué molestarte…

-Sí, tengo razón para hacerlo. Tú no me escuchas. No te importa lo que me pasa, sólo quieres que me olvide de eso, dándome salidas fáciles. Respuestas tontas. No me entiendes.

Sergio la miró sorprendido.

-Pero, yo estoy contigo, lo sabes –dijo tímidamente.

-¡No, no lo estás! ¡No me crees! –gritó Yadira- ¡No sabes quién soy! ¡Quieres que olvide a mi padre y ya sabes que no puedo!

Se alejó llorando de Sergio, entrando en uno de lo cuartos. Cerró la puerta con llave.

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El olor a barbacoa con arroz y a brandy con refresco de cola habían terminado por hartar a Sergio quien ya solamente esperaba poder encontrar a Ulises, pedirle un pedazo de pastel, llevárselo a Angélica y encontrar alguna excusa complaciente para abandonar el salón. “Siempre complaciendo a los demás, Sergio” se decía así mismo mientras sostenía un vaso con tequila, “¿algún día cambiarás?”

-¡Ahí estás, chingao! ¡Ven acá! –le dijo Ulises mientras se acercaba con dos personas más.

Sergio se levantó trabajosamente de su asiento y con un gesto de hartazgo fue a reunirse con aquel grupo, que ahora reconocía: aquellos insufribles compañeros de trabajo del despacho de don Enrique.

-¿Sí se acuerdan de Sergio? ¡Nuestro rockero! –exclamaba en voz alta Ulises

-¡Claro, claro! ¿Qué pasó, mi buen? ¿Cómo está Deyanira? –espetó rápidamente uno de ellos.

-Yadira…

-¡Ah sí! Siempre me confundí con su nombre, ¿verdad? ¡JA, JA JA!

Su carcajada resonaba por todo el salón. Sergio se había tardado en percatarse de que los tres ya estaban ligeramente borrachos. “¿Y no me di cuenta? ¿Qué me pasa?”.

-¿Y qué tal ahí donde te recomendé, eh? –preguntó Ulises.

-Bien, no está mal.

-Pagan bien, ¿verdad?

-Sí, quiero decir, no me quejo.

Las pupilas de Ulises no parecían perderse como las de los otros dos. Miraba fijamente a Sergio, como en aquella época en el despacho donde se conocieron. Siempre dando la impresión de que sus palabras significaban más de lo que decía. Intenciones ocultas, doble cara, tonos insinuantes, cómo si estuviera listo todo el tiempo para enganchar a alguien con alguna propuesta fraudulenta. Sergio había aceptado su recomendación al lugar donde trabajaba ahora, pero lo hizo después de dudar durante meses. Ulises fue inusualmente paciente. Acostumbrado a desconfiar, a Sergio siempre le había parecido sospechoso que no declinara su oferta después de tanto tiempo, pero nunca tuvo ocasión de comprobarlo. Se había quedado ahí, viéndolo fijamente; Sergio llegó a sentir que había estado siempre ahí, vigilándolo desde que lo conoció.

Sin dejar de sonreír, le dijo:

-Ven, Sergio, quisiera hablar contigo.

Se separó de los otros dos que lo acompañaban y llevó a Sergio a una mesa en una esquina del salón, ya desocupada. La música había bajado de volumen, el grupo versátil se había ido, el alcohol comenzaba a escasear. La quinceañera tomaba cerveza con sus amigas y muchas familias ya le pedían a los meseros cachos de pastel para retirarse. Sergio sabía que tenía que irse ya, pues Yadira no estaría muy contenta de verlo llegar tarde. Angélica ya llevaba al menos media hora esperándolo en una parte de salón donde jugaban los niños más pequeños. Sergio miró su reloj. Era medianoche. Exactamente medianoche: 12:00. 0:00. Sospechó: ¿una fiesta de XV años agonizando ya a las 12:00? Calculó rápidamente: algunos minutos hablando con Ulises, un poco más de tiempo para despedirse adecuadamente, pedir una rebanada de pastel para Angélica y llevársela en el carro. Todo en menos de cincuenta minutos. Para cuando diera la una de la mañana, estaría en su cama, abrazando a Yadira.

-Estoy seguro que recuerdas a mi pareja –comenzó Ulises.

-¿Tu… pareja?

-Sí, ¿recuerdas? Carlos…

Sergio lo miró pasmado. Preguntó espontáneamente:

-Pero ¿y tu esposa?

Ulises hizo un gesto de incredulidad.

-¿Nunca te lo dije? Carlos es tu jefe. Te aceptó porque yo te recomendé. Porque yo lo quiero, lo amo.

-¿Él es el señor…

-Sí, es él.

-Entonces tú eres…

-Sí, Sergio, eso y más.

-Pero, ¿por qué me lo dices a mí? ¿Y tu hija?

-Ximena nunca lo entendería, ¿comprendes? Incluso para Fabiola esto sería…

Apretó los labios desviando la mirada. Sus ojos se tornaron vidriosos.

-¿Fabiola no lo sabe? –preguntó Sergio

-¿Y cómo chingados se lo digo? Sospecha algo, pero ya sabes… lo “normal”…

-Pero… ¿por qué me lo dices a mí? Casi no te conozco Ulises, seamos honestos. ¿Qué tengo qué ver yo en tu vida?

Se levantó exaltado y estaba por dar un paso lejos de aquella mesa, pero algo dentro de él no le permitió hacerlo.

-Pero ése no es el problema mayor, Sergio –continuaba Ulises- por favor, ayúdame. De todas las personas que he conocido, sólo he podido confiar plenamente en ti. Ven, siéntate.

“Y ahí vas de nuevo, Sergio, no sabes decir no, ¿verdad?” se dijo a sí mismo mientras regresaba al lado de Ulises, cediendo a la súplica.

-Secuestraron a Carlos –dijo Ulises, secándose las lágrimas- Hace unos dos días y luego… luego me pidieron… ¡ah! ¡No puedo!

Sergio le alcanzó un vaso con tehuacán.

-¿Qué sucede? ¿Qué te pidieron?

Los ojos de Ulises aún fijaban la mirada en el piso. De repente, Sergio sintió cómo el calor se iba. Entre Ulises y él sólo había aire frío. No parecía haber aliento saliendo de la boca del anfitrión, lucía como si estuviera dejando de respirar, pero sin que ello hiciera que su cuerpo se desplomara.

-Sergio… tú sabes… quién… soy… -volteó lentamente a verlo- ¿verdad?

-Sí, e…

-No, no lo sabes. Y yo tampoco. Esos tipos que se llevaron a Carlos me pidieron que les devolviera algo, algo que yo tengo. Algo que yo les había quitado, ¿entiendes? Yo nunca he tenido relación con alguien a quien le haya quitado algo de valor, ¿cierto? –comenzó a exaltarse- Sergio, acabo de perder mis recuerdos antes de conocer a Fabiola. Estoy seguro de que, sea lo que sea que esos hombres quieren para liberar a Carlos, es algo que le quité a alguien que conocí antes. Pero no puedo recordarlo. Sé cosas que se aprenden en la escuela, sé hablar, sé cómo ir de aquí para allá… Sé… muchas cosas, pero no puedo recordar lo que he vivido.

Volteó para servirse un poco de brandy.

-Estoy preocupado por Carlos, pero ya no sé por qué lo amo.

Sergio comenzó a sentirse incómodo. El resto del salón bullía con la gente que aún estaba ahí. Muchos todavía bailaban. Otros tantos permanecían fuera, fumando frente a los carros estacionados. En varias mesas había más de uno recostado sobre ellas y con un séquito de botellas, copas y vasos de plástico o unisel que evidenciaban la ingesta de alcohol. Muchos niños ya estaban dormidos pero otros tantos jugaban ruidosamente. Angélica se había escapado de la mirada de su padre, pero en ese momento, él no se había percatado.

-Ulises, de verdad lamento lo que te está pasando, pero no he terminado de entender ¿por qué me dices esto a mí? Con todo gusto de ayudo, pero, no comprendo…

-No te hagas pendejo –respondió bruscamente Ulises- tú lo sabes muy bien…

-¿Qué dices?

-¡Tú llamaste, desgraciado! ¡Tú, hijo de la chingada! –Ulises se había encolerizado de súbito y se paró de su silla, tirándola; señalaba a Sergio- Tú tienes a Carlos, ¿verdad, cerdo? ¿Dónde está?

Los gritos de Ulises pronto paralizaron el salón entero. Sergio se levantó también de su asiento y retrocedió unos pasos, consternado. Ulises sacó entonces una navaja de entre sus ropas y la blandió con furia frente a él. Un grupo de personas que los había rodeado en cuanto percibieron lo violento de la situación, ahora formaba un semicírculo desde el cual miraban la escena, temerosos. Sergio, sorprendido, pero alerta a los movimientos de su ex compañero de trabajo, comenzó a avanzar hacia él.

-¿Qué es lo que quieres? ¡Tú, tú me quitaste mis recuerdos! ¡Tú me quitaste a Carlos! –Ulises también avanzaba, lentamente con la navaja en la mano, amenazante- Tú, desgraciado hijo de perra…

A punto de hundirle la navaja en el costado a Sergio, Ulises fue detenido por un par de hombres que habían observado todo desde el principio. Lo sujetaron fuertemente, pero él se sacudía con rabia, tratando de lanzarse sobre Sergio, aún cuando había dejado caer la navaja en la pequeña escaramuza. La música se había detenido y las personas, temerosas, comenzaron a salir del salón. Algunos niños pequeños soltaron en llanto y aquellos adultos ya muy tomados habían sido abruptamente despertados por sus acompañantes o movidos a la fuerza en calidad de bultos.

-¡Cálmate, chinga! ¡Cálmate! –le ordenaban los hombres.

-¡Déjenme! ¡Suéltenme! ¡AHHHH!

Ulises gritaba como si le torturaran. Sergio estaba paralizado. La esposa y la hija del anfitrión se habían salido del salón, con el rostro pálido y una de ellas con malestar en el abdomen por el espanto que la escena les había provocado. Un par de parientes les hacían compañía, mientras alguien más llamaba a Carlos…

-¡Suéltenme!

Sergio reaccionó entonces, se lanzó fuera de esa esquina de pesadilla y buscó desesperadamente a Angélica. En cuanto la encontró, la tomó violentamente de la mano y la obligó a abandonar el lugar. La niña, asustada, se resistió inútilmente y soltó un estridente llanto. Sus gritos atrajeron la atención de varios hombres que se encargaban de la seguridad en el lugar, mientras el cada vez más confundido padre avanzaba casi como robot hacia su auto.

-¡Oxus! ¡Oxus! –gritaba Angélica.

Sergio seguía su frenética carrera hacia el vehículo, pero en cuanto escuchó a su hija llamar a Oxus, paró en seco. Se arrodilló frente a ella y la tomó fuertemente de los brazos, sacudiéndola mientras le preguntaba:

-¿Qué chingados dijiste? ¿Eh? ¡Contéstame!

El tono agresivo de Sergio llamó más la atención de quienes se encontraban ahí, en el estacionamiento del salón, mientras los hombres de seguridad llegaban corriendo, pero detrás de ellos venía Ulises. Una par de muchachos trataron de separar a Sergio de la niña, pero fueron fácilmente rechazados.

-¿Quién eres? ¿Quién eres? –gritaba ella.

-Soy tu papá, ¿Que no me oyes? –contestaba angustiado Sergio mientras la sacudía más

-¿Quién eres, quién eres, quién eres, quién eres?

Cuando al fin se rindió, Sergio la soltó, quedando arrodillado frente a ella, con la mirada baja y una sensación de cansancio extremo. La niña aún permanecía de pie, sin moverse, estaba casi en el mismo trance, repitiendo la pregunta en voz baja

-¿Quién… eres?

Alguien soltó un grito de terror.

Los hombres de seguridad estaban muy ocupados llevándose el cuerpo de Ulises, quien había quedado inconsciente después de darse un mortal navajazo en el cuello.

En un momento eterno que pasó entre aquellos que presenciaron tan desconcertantes hechos, la pregunta sin respuesta recorrió sus cabezas. Una ola de duda sacudió aquellos frágiles espíritus y casi todos acudieron a confirmar su identidad legal abriendo bolsas y carteras en busca de documentos autorizados. Más de uno sintió alivio al recordar aquella palabra con la que podría diferenciarse del mundo. Era como si la voz de Angélica, débil ya, se introdujera en cada uno de ellos, cuestionándolos como lo había hecho con su padre, atormentándolos y haciéndolos dudar. Como es usual con las eternidades, aquella, compactada en un momento, fue rápidamente olvidada. Aquellas personas presentes en ese estacionamiento aquella noche no recordarían otra cosa que al trastornado Sergio, a su pequeña hija gritando una pregunta y a Ulises con el cuello sangrante.

Alguien, cerca de ahí, había comprobado una verdad.

-No contesta…

-Entonces, es cierto… -susurró Fabiola- Ulises…

No pudo decir más y se entregó a un escandaloso llanto. Sergio no pudo ignorarlo, pero tampoco pudo hacer otra cosa que volver a mirar su reloj. Aún era medianoche.


H.

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