domingo, 28 de febrero de 2010

Inventando el futuro: 2033 y el concurso que no gané

Esta entrada estará más extendida en su argumento explicativo principal (es decir, mis apreciaciones sobre la película 2033, mis impresiones sobre la premiación del concurso de narrativa organizado por las mismas personas que hicieron la película, análisis distópico y demás), en el blog de 2010, a su debido momento. Lo que yo aquí les voy a compartir es la primera idea que me brotó cuando leí la convocatoria de dicho concurso, la cual fue traducida en un texto que oscila entre un borrador, un ensayo, un relato y un cuento. En realidad no hice más que preparar el terreno para los cuentos que escribiría después para enviarlos y que al final no serían elegidos, como éste que les presento ahora. También siento cómo mis dedos no resisten la tentación de revelar que el argumento aquí expuesto forma parte de algo má.... Ehh, ya he escrito demasiado.


Por cierto, las reglas del concurso eran relatar un día en el año 2033 en tres cuartillas o menos.



Bueno, ps avisados están: esto no es lo mejor que escribí para el concurso, de hecho creo que ni siquiera se acomoda bien a las reglas del concurso, pero lo cuelgo aquí sin la manita de gato adecuada porque no podía quedar oculto sin que los lectores de este selecto espacio lo conocieran y porque en lo que a literatura se refiere, estaba yo dejando desnutrido al blog. Ya encaminado, la próxima semana les subiré el segundo cuento que escribí para el concurso, igual, sin hacerle correcciones para los conozcan tal y como iban a ser enviados y así me iré hasta mostrarles todos
.


Esta obra está protegida, sabandijas; si alguien intenta lucrar con ella sin mencionar la autoría de HÉCTOR ARCIGA DÍAZ, amanecerá en una sala de interrogatorio norcoreana o birmana el día de mañana.



Dicho lo pertinente al respecto, va:


2033

La Unión fue una verdadera tomada de pelo. Gringos, canadienses y mexicanos al mismo nivel. ¡Mis güevos, qué! Si aquí ni nos entendemos entre michoacanos y tapat… ah no, es que ahora esos son quesque “pueblos hermanos”. Esos pinches aztlanistas.

-¡El que sigue!

Acudió al llamado del burócrata un hombre de edad avanzada, que aún vestía a la vieja usanza campesina: camisa blanca, huarache (aunque ya era de plástico), sombrero de palma sintética. Juan Cuitláhuac lo miró de reojo, entre despreciándolo y compadeciéndolo. Al otro lado de la ventanilla todos parecían estar jodidos. Uno que si porque le desaparecieron a su familia. Ni modo, eran tiempos violentos, en qué habrán estado metidos. Otro, que sus ahorros se esfumaban. Por pendejos, ven que la Unión se cae y siguen ahorrando en ameros. El peso de Anáhuac es el que vale, ¡méndigos! Otro que si le clonaron su cosecha y le salió defectuosa. Ahí sí ¿qué le hacemos? Hay que experimentar, don. No sea guaje y váyase a trabajar de otra cosa porque esa tierra ya le pertenece al verdadero gobierno. Que el último envío de nopales de Sudáfrica llegó con plaga otra vez. ¡Uy, no! Hubiera visto en el 2022, toditita nuestra producción de nopal muriéndose. Fíjese nomás, no nos hemos recuperado. Mi coche ya no funciona, quiero un reembolso del gobierno. Ni madres, eso les pasa por comprar cosas chinas por medio de los gringos. A ver váyase, cruce la nueva frontera, a ver si en Nayarit le dan otro. Aquí en Anáhuac ya no.

-¿Y usted qué?

El viejo se quedó mudo.

-¿Todavía se habla de “usted” por acá? –preguntó pasmado- según me dijeron que acá en México ya todo mundo se tuteaba, pues.

-Sí, eso dicen en Palacio Nacional, pero no se nos quita, ya ve. ¿Qué quiere?

-Mi tierra, señor. Que ya no vale, me dicen. ¡Imagínese, la tierra ya no vale!

-¿Pus de dónde es?

-Tuxpan, allá en Michoacán.

-Eso ya no es Anáhuac, don, no le puedo ayudar.

-Pero…

-¿A ver, es azteca o mexicano?

-Mexicano, faltaba más.

-No, no, ahora los aztecas vienen de Aztlán, eso dicen, se están llevando a los tapatíos y michoacanos y toda esa gentuza del Bajío para su pinche país inventado. ¿Qué no vio todo el destrozo cuando venía para acá? Ya se cayó la Unión, valió pa’ pura madre, aquí nomás resolvemos cosas de mexicanos, no de aztecas. Usted es de allá. ¿Quién le manda nacer en Tuxpan?

El viejo soltó una lágrima.

-Ni se aflija, los gringos la están pasando igual o peor. Figúrese que una bomba estalló allá en Chicago, donde tengo familia. Voló media ciudad. Y andan en las mismas. Pero ps ya valió. Su tierra ya no vale seguramente porque nos vendía su cosecha. Se la van a confiscar, mire –Juan cambió su tono cínico por uno paternal- quédese acá, pásele a la ventanilla cuatro y arregle que lo hagan ciudadano de Anáhuac. Ahorita a cualquiera lo aceptan. Diga que va de parte de Juan Cuitláhuac y a lo mejor hasta lo hacen miembro del partido, le dan una casita y le arreglan que se traiga a su familia para acá.

-Pero yo me quiero quedar en Tuxpan, ¿qué no arreglaba estas cosas en la capital?

-¡Uy, no! Usted se quedó en el siglo XX. No lo culpo, ese siglo nos pesa mucho, pero aquí, mire, las cosas van a mejorar. El año que viene firman el acta de partición y ya estuvo, nuevo país, nueva vida.

Una ventana de la improvisada Oficina se rompió entonces. El estruendo asustó a la mayoría de aquellos que visitaban esa naciente autoridad para saber que sería de sus vidas y sus pertenencias, ahora que las cosas andaban tan revueltas. Esos pinches aztlanistas. Un grupo de muchachos vestidos de blanco entró corriendo, agitando sus nuevos rifles automáticos traídos de Indonesia y sus pistolas de gas comprimido.

-¡Por Aztlán! –gritó el que encabezaba el grupo- ¡Registren a esta gente, los que sean de Jalisco, Michoacán, Colima, Sinaloa o Nayarit, se los traen!

Comenzó entonces el zafarrancho. Los muchachos aztlanistas comenzaron a jalar a la gente, arrebatándoles sus documentos y revisándolos rápidamente. ¡Ora sí, jijos de la verga! Juan Cuitláhuac se había agachado detrás de su ventanilla; los intrusos no lo habían visto. Sacó de su chaqueta su dispositivo móvil y presionando un botón, envió la señal de alerta al cuartel más cercano. Se acomodó para sacar su revólver. Se lo ganaron, méndigos. Primero los gringos y ahora ustedes. No se la van a acabar.

Cuando la mayoría de los infortunados nuevos ciudadanos aztecas quedó lista para partir a su nueva patria, los funcionarios de la Oficina de Reclamaciones y Servicio Social Revolucionario de la Nueva Anáhuac, asumieron su militancia en el glorioso Partido Mexicanista Unificado y tomaron las armas con las que se les había nombrado “la biocracia del futuro”.

-Por Anáhuac daré mi sangre, por mi bella tierra y el trabajo de mis hermanos. –susurraron todos los burócratas ahora convertidos en soldados que, como Juan Cuitláhuac, se habían refugiado detrás de sus ventanillas.

Los jóvenes aztlanistas se percataron del ardid y, siguiendo al que parecía ser el líder, todos hicieron la señal de la cruz con la mano: “En nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. Sinarquía, tradición, mexicanidad ¡Viva Aztlán!”.

Se soltó la balacera.

El viejo de Tuxpan se soltó de las amarras que lo convertían en azteca con una pequeña navaja que cargaba siempre. Lo siguió un grupo de desesperados. En cuanto se vieron entre ellos, lejos de ahí, se percataron de los distintos que eran y se separaron. ¿Y ahora para dónde? ¿Al Norte? Nadie quería irse a Monterrey, que tal que los fueran a correr. “Suficiente tenemos con esta puta contaminación” se decía por allá, “por eso, mejor, aquí nos manejamos solos, pinches chilangos, que se jodan” Todo había sido así desde el 2014 ¿Quién diría que la Unión Norteamericana los llevaría a esto? Especies extintas, agua potable racionada, grupos radicales; más gente vieja, menos jóvenes. Nacían menos mujeres, pero más hombres para conservar los nombres y asegurar herencias, ahora que era posible decidirlo. Pero también cada vez más gente regresaba a Dios. Y a Marx. Y las banderas se multiplicaban como hongos, los credos se fragmentaban. Ya casi nadie veía televisión, para eso estaba la Gran Red Audiovisual Portátil, que conectaba a todos los que podían pagarla o colgarse de ella. O ver las grandes pantallas de las carreteras donde los más pobres apreciaban cómo la Selección Mexicana se separaba entre aztecas y mexicanos y los grandes cineastas eran premiados por mostrarle al mundo cómo las infames limpias (mexicanas, aztlanistas o privadas) acababan con los indígenas de regiones que se convertían en países. Genocidios enanos, mayor seguridad social, música popular que ya nada más hablaba de lo bien que les iba antes. Pero todos tenían voz y derecho a decidir. El viejo de Tuxpan y Juan Cuitláhuac lo supieron aquel 19 de septiembre de 2033. Un año después, se firmaba el Acta de Partición.

Todos tenían opciones: morir siendo azteca, mexicano, norteño. O siendo alguien, algo.


H.

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