[Escena en blanco y negro. Aparezco de pie con la Plaza de las Tres Culturas a mis espaldas, en una mañana nublada con evidencias de una lluvia la noche anterior. Luzco abrigado, pero me encojo de hombros de vez en vez por el frío. Sostengo un vaso de unisel con champurrado humeante. Un perro husmea cerca.]
Ser intruso puede ser una experiencia satisfactoria y agradable. Lo digo porque lo común es que aquellos que lo ven a uno como intruso pueden lograr provocar malestar e incomodidad inesperados. Pero cuando uno se asume intruso sin influencia externa y además no padece la mirada vigilante de los demás, hay una morbosa, pero algo tierna, sensación de satisfacción.
Déjenme soy más explícito.
Yo, una fría mañana del 2000 probablemente, fui intruso de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco por unas dos horas. Mi padre me acompañó a ver una obra de teatro (La Olla, de Plauto, si mal no recuerdo) a un pequeño teatro en la citada unidad, pero nunca dimos con el lugar. La belleza del momento era algo excepcional. Quiero decir: a las 9 de la mañana, en domingo, se veía poca gente fuera de sus departamentos y el cielo nublado gobernaba. Me sabía fuereño, pero era... no sé, distinto. Nadie nos observaba. Mi padre invitándome a desayunar en un café cercano, contándome cosas sobre el 68 en un recorrido por la Plaza de las Tres Culturas. Hay ocasiones en que uno, en un instante, se da cuenta de que el rumbo es capaz de hacerle sentir intruso y aún peor, fuera de lugar. Pero esa mañana, Tlatelolco me acogió como un gentil anciano mostrando su humilde morada a un joven extraño (único arquetipo con el que puedo armar la metáfora en estos momentos), me hizo asumirme como un intruso que no por serlo desmerece la bienvenida.
Y experimentar eso a los 14 años en compañía de mi padre, es un verdadero regalo de la vida.
Quizá por eso me gusta tanto Temporada de patos.
No pregunten más. Adiós
[Me tomo el champurrado a grandes tragos, me estremezco un poco a causa del frío. Termino. El perro pasa por ahí. Aplasto el vaso con la mano. Desvanecido en negro. Créditos.]
Ser intruso puede ser una experiencia satisfactoria y agradable. Lo digo porque lo común es que aquellos que lo ven a uno como intruso pueden lograr provocar malestar e incomodidad inesperados. Pero cuando uno se asume intruso sin influencia externa y además no padece la mirada vigilante de los demás, hay una morbosa, pero algo tierna, sensación de satisfacción.
Déjenme soy más explícito.
Yo, una fría mañana del 2000 probablemente, fui intruso de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco por unas dos horas. Mi padre me acompañó a ver una obra de teatro (La Olla, de Plauto, si mal no recuerdo) a un pequeño teatro en la citada unidad, pero nunca dimos con el lugar. La belleza del momento era algo excepcional. Quiero decir: a las 9 de la mañana, en domingo, se veía poca gente fuera de sus departamentos y el cielo nublado gobernaba. Me sabía fuereño, pero era... no sé, distinto. Nadie nos observaba. Mi padre invitándome a desayunar en un café cercano, contándome cosas sobre el 68 en un recorrido por la Plaza de las Tres Culturas. Hay ocasiones en que uno, en un instante, se da cuenta de que el rumbo es capaz de hacerle sentir intruso y aún peor, fuera de lugar. Pero esa mañana, Tlatelolco me acogió como un gentil anciano mostrando su humilde morada a un joven extraño (único arquetipo con el que puedo armar la metáfora en estos momentos), me hizo asumirme como un intruso que no por serlo desmerece la bienvenida.
Y experimentar eso a los 14 años en compañía de mi padre, es un verdadero regalo de la vida.
Quizá por eso me gusta tanto Temporada de patos.
No pregunten más. Adiós
[Me tomo el champurrado a grandes tragos, me estremezco un poco a causa del frío. Termino. El perro pasa por ahí. Aplasto el vaso con la mano. Desvanecido en negro. Créditos.]
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