miércoles, 24 de febrero de 2010

Lecturas para viejos puercos: reportando desde el Cine Nacional


Hoy tuve la oportunidad de leer un texto en presencia de un selecto público de sátiros gays en el Cinemas Nacional, espacio que el buen Carlos Camaleón nos consiguió para seguir con la promoción de Bukowski: un homenaje a 15 años de su muerte. La función fue programada a las 16 horas (como lo dice este flyer que muestro aquí, que por cierto me llegó como dos horas antes del evento y ya ni pude colgarlo aquí para invitarlos, estimados lectores), pero por un pedo con la ausencia de cierta documentación oficial por el cual la aclamada Paulina mejor conocida en la blogósfera como Gatita Cósmica, le fue impedida su participación en dicho evento, se pospuso unos cincuenta minutos. De hecho, únicamente los afamados Cazador de Tatuajes, Carlos Camaleón, Juan Beat y un servilleta hicieron los deleites de los sentidos del respetable con una excelsa selección de textos escritos para la ocasión y/o extraídos del libro promocionado y una muestra del buen gusto de Beat y Camaleón del arte cinematográfico del porno.


Posiblemente repitamos la experiencia en un mes, aunque mi presencia no está confirmada, así que mejor los dejo con el texto que leí hoy en tan fino foro que también es un excluido de la edición original del libro sobre Buko por razones de espacio; si quieren saber qué fue lo que finalmente quedó en el libro, ps cómprenlo en eventos que por aquí mismo les iré anunciando. Que lo disfruten, y si no lo disfrutan, ese ya no es mi problema.



Un día que me apendejé


Dedicado a una persona que me hizo ver involuntariamente la vida de otra forma


Un día que me apendejé, decidí volverme abstemio. Mi madre se hinchó de orgullo como un pavoreal y le pidió al padre que me dedicaran una misa, para agradecerle al de arriba mi cambio a la vida decente. Una misa… cómo si fueran canciones que pedirle al grupo versátil. Bueno ¿qué estoy diciendo, si así es? Mis mejores amigos me dejaron de hablar un buen rato, pero uno que otro que me ayudaba a terminar las caguamas a medias que dejaban los más verdes (los que se empedaban a los tres tragos), de repente me saludaba en la calle y me decía que qué bueno que no andaba ya en malos pasos. No alcanzaban a entender que algo en mí ya no tenía sentido sin una botella en las manos, mis pantalones empapados en mis propios miados y un tufo a cebada en mi cabello sin-lavar-en-una-semana.


Casi lo mismo me pasó con la yerba, pero fue un poco más fácil. Dije, “jefa, éste es el último disgusto que voy a darte”. Me fumé mi último toque aquella tarde de jueves, después del trabajo. Maravilloso. Y después, como por arte de magia, ya no quise más. Fue la primera purga de mi círculo de amistades, esa bola de viciosos convenencieros, hijos de la chingada, que sólo me hablaron porque yo sabía dónde se guardaban las limosnas; con eso de que mi jefa andaba metida en la iglesia, quitarles lana no era ningún problema. A mí me consta que mucho de las limosnas acababa en la cava de la Sacristana (esa pinche vieja malcogida que siempre ponchaba mis balones cuando era niño; y sí, había sido, en efecto, sacristana) y su círculo más cercano, así que no importaba si en lugar de financiar la borrachera de esa bola de viejas idiotas financiaba la nuestra. Pero como dije, esos que también le hacían a la caquita de chango también se me fueron con mi “esta es la última, jefa…”. Creo que a final de cuentas, a mis 17 años, tenía más amigos que cualquier pendejín de una secundaria pública con algo de carisma, ya saben, de esos que se lleva bien con todos a su alrededor y demás estupideces, y todo gracias al chupe y la yerba.


Pero que me apendejo. Ya dejé la yerba, según yo, y después, que dejo la cerveza, el Tonayita y el vodka. Las sesiones de El Haragán y Banda Bostik con Lacrimosa y Crematory en compañía de las chavas de la otra cuadra y el valedor que nos llevó la otra vez por los honguitos al cerro se me esfumaron con esa decisión. Buenas tardes después del trabajo desvaneciéndose: mi jefa en la iglesia, haciendo quién sabe qué y toda la banda en mi cuarto, poniéndonos hasta la madre. Mi tío, con sus animales allá atrás, en el terreno que tenemos ahí, pensando en cuánto podríamos vender unos periquitos australianos.


Creo que por ahí debí comenzar. ¡Oh, ya qué chingados! Uno de mis tíos siempre me dijo que era yo muy pendejo y que lo que hacía no le llegaba ni a los talones a lo que él hacía en sus buenos tiempos. Ni que fueran carreritas, puto vejete anclado en los setentas. Y otro más me preguntó que si no pensaba estudiar nada. Su hijo, mi primo Rubén, un güey bien pocamadre, pero bastante maricón a la hora de los verdaderos madrazos, me visitó muy seguido antes de que yo decidiera dejar el alcohol. Me hablaba de México (Chilangolandia le decía él), de cómo debía yo leer mis sueños, que debía chutarme completitos a Kafka y Daniel Clowes y que la mermelada de ciruela era mejor que la de durazno. La verdad no entiendo cómo es que un güey como él sobrevive en una ciudad como México. Aquí en Querétarock no duraría ni un día ¿o será que aquella es una ciudad muy grande? ¿Y quién chingados me pegó eso de decirle a esta ciudad “Querétarock? ¡Qué mamada! ¿no?


Ah, sí, ella. Ella me lo pegó. Admito que me gusta, que quisiera cogérmela todo el día, escuchándola gemir y hacerle tragarse mi semen, imaginármela llenándome de saliva el escroto. Entre mis amigos siempre decimos aquello de “a la prima se le arrima”, pero la verdad es que yo no ponía el ejemplo con ella. Es mi prima y sentía que me venía cada que me abrazaba. Mi tío habría dicho que soy un pinche moco y además puto porque no puedo desear a una mujer fuera de mi familia. Pero es que ni las más güilas de la colonia me prenden como ella. Ni sus lenguas recogiendo cerveza de mi entrepierna ni sus olorosos coños frente a mí. Ella, mi prima, Isis, la prohibida por quién sabe qué extraña imposición que cargo por una decisión propia que no he acabado de entender. Ella. Sólo por ella me la he jalado, lo juro. Ni las malditas cervezas me tienen tan perdido. Y las dejé. Isis, puta madre, no puedo tenerte y ahora soy abstemio.


Un momento… pero si todo esto es por Isis. Y todavía escucho a los periquitos australianos que nos vieron ese día.


Rubén sabía que yo era algo güey con las viejas. Bueno para chupar (coños y botellas), pero mi escaso carisma con las chavas que no fueran mis amigas hacía un contrapeso cabrón. Si me dejaban manosearlas, era por calentura del momento y ser yo el único disponible a su alcance. O qué sé yo. Diría que dejaba mi vida toda desbalanceada. Me repetía que dejara las pedas y que mejor disfrutara de los placeres de la cogida. “No entiendo a los güeyes que les gusta tomar. El sexo, en cambio, es tan delicioso”, me decía, así como sermoneándome. Pendejo. Una botella no está prohibida, como una prima. Está ahí, siempre disponible. Uno le succiona el placer de embriagarse y gota a gota la puedo hacer mía. Pero a Isis no podía disfrutarla como disfruto una cheve. Rubén, ahí sí, me la ganaba. Digo, él no le traía ganas a Isis como yo, pero me contó que se la fajó varias veces. No le creo, porque se ve que como que la respeta un poco, pero a mis otras primas… Era como si me dejaran el camino libre a mí. Mi primo, pendejo para los putazos y la peda, pero chingón con las viejas; e Isis, siempre inocente y disponible, fuera de su alcance, por decisión propia. La única diferencia entre él y yo era que a él no le importaba, pues podía coger con cualquier otra. En mi mundo, en cambio, sólo valían Isis y muchas botellas, pero nunca al mismo tiempo ni en el mismo lugar.


Mi tío seguro diría que me hago mucho desmadre por algo que tenía una solución mágica: empedar a Isis y cogérmela.


O que me hacía mucho desmadre.


Tenía más de una razón para no hacerlo. Mi tía me tenía en alta estima. Quiero decir, ha cambiado de marido dos veces e Isis nunca ha conocido a un güey que pudiera llamarse su padre. Creo que el segundo se fue por problemas con ella precisamente. Alguna mano que no debía meter… Vaya que mi tía sufrió esos días. Y sólo yo podía pasar tiempo con Isis, porque mi tía no confiaba en los vecinos ni en los compañeros de la escuela de su hija, y yo ahí, como güey, haciéndola de hermano con la prima a la que más ansiaba yo meterle mano. Pero verla llorar porque no había quien la escuchara me partía el corazón y no podía desearla mientras la consolaba. ¡Puta madre, Isis!


Ir juntos al cine o a la feria, andar solos, en las noches que sólo Querétaro ofrece, buscando quien pudiera darnos alcohol… un momento, Isis, no era entonces tan virginal ni tan inocente ¿o sí? ¿Cuándo pierde uno la inocencia, cuando el alcohol te posee por primera vez, cuando dices tu primera mentira o cuando necesitas jalártela viendo el culo de tu prima? ¿Me pregunto esto por mí o por ella? Es más, ¿es que acaso es humanamente posible perder la inocencia?


Mi tío hubiera dicho que no mamara y que no me lo pensara mucho. Y que me dejara de preguntar pendejadas.


Rubén hubiera dicho que dejara las cervezas de lado y me consiguiera unos condones que brillaran en la oscuridad o saborizados.


Mis amigos me hubieran dicho que la invitara a nuestras pedas.


Pero voy hacia atrás, se supone que ahora soy abstemio y me dedican misas.


A estas alturas de mi relato incoherente, seguro que muchos de ustedes ya se habrán cansado de mis preocupaciones infantiles. Pero no me van a negar que ustedes aluna vez también tuvieron 17 años y se preguntaron si era más importante una cerveza o el culo de su prima. Segurito que también se malviajaron porque un día tuvieron que dejar la yerba y decir “esta es la última, jefa, lo juro…” o porque se dieron cuenta de que no importa lo que digan, el vicio forja algunas de las mejores amistades. O que al menos de eso se da cuenta uno cuando está tirado en el piso queriendo traducir una canción que no tiene letra. Ese día me di cuenta de que la tenía parada y todos mis compas me habían abandonado, secuestrando las botellas. Pensé en Isis. Era la hora en que mi tía andaba quién sabe dónde y mi madre estaba en la iglesia haciendo quién sabe qué. No tenía cerveza, no había de comer más que una pieza de pollo cocido en la casa, mi tío había salido, seguramente buscando clientes para sus periquitos australianos. Pero sabía que Isis, en ese día en especial se encontraba algo triste. También recordé que había una botella de quién sabe qué en la cocina. Era alcohol y con eso bastaba. Isis no conocía mi casa ni a los periquitos australianos. Estaba sola y yo tenía la verga parada, sin cerveza. Ella siempre me dijo que le gustaría saber lo que era ponerse hasta la madre (tomaba, sí, pero no como yo) y que el día que yo le dijera, con gusto lo haría conmigo porque, bueno, somos primos y no había problema. Nadie se aprovecharía de ella, no conmigo. No alguien que se masturba pensando en su prima.


No sé por qué, pero ese día se me ocurrió enseñarle, mientras chupáramos, mi nuevo logro de lectura; haber terminado El nombre de la rosa. Ella se impresionaría y con unos alcoholes encima, pronto la tendría enculada.


Pero no, ni le presumí que Umberto Eco había sido la última víctima de mi voracidad lectora (más falsa que un Cristo chino) ni encontré la botella a tiempo cuando llegó. Pasamos un buen rato tratando saber qué hacer con los veinticuatro pesos de que disponíamos. Otro rato viendo los animales que mi tío criaba ahí detrás: cuyos, palomas, patos, pollos, guajolotes, conejos. También muchos pajaritos, entre ellos, esos famosos periquitos australianos. Nos sentamos en el gran árbol que estaba en el terreno donde corrían libres los patos y los pollos, platicamos de lo mierda que era la Iglesia y la vida. Que Iron Maiden era mejor que Manson (créanme, para gente cono nosotros, llegar esa conclusión nos llevó años de alcohol en la garganta y discos piratas rayados; o sea, era un descubrimiento valioso) y que mi tía nunca sabía dónde detenerse con los hombres. De repente, ella me dijo que tenía que ir al baño. Yo recordé que el baño estaba tapado y no se me hacía bueno que mi prima fuera a sentarse en una taza que todavía contenía el desecho de nuestras últimas comidas.


Me dijo que no había problema, que ella podía hacer ahí mismo, sólo que yo alejara a los animales y no la viera. Claro, muy fácil.


A las aves de corral no les importó ver a mi prima mear ahí. Yo era asunto aparte.


“No veas”, me repetía.


Cuando terminó volteé para satisfacer mi curiosidad, pero ella descubrió mi mirada indebida y me rechazó con los ojos. Pero su voz pronto me devolvió a su mundo.


“¿Qué apuestas a que no te atreves a besarme?” Le dije que nada había en mi vida que valiera la pena apostar por un beso y ella contestó que hasta los vicios cuentan en una buena apuesta. Ya estábamos frente a frente, con los pollos y los patos como únicos testigos. “Tu pinche vida de borracho a cambio de un beso en la boca. Bien dado”, me propuso. Años de deseo me cedían sus labios a cambio de que yo dejara de tomar. No me pareció justo.


“Ni madres” dije “una cogida. Y bien dada. Que me la chupes, que me dejes lamerte ahí abajo y ensartártela donde quiera”. Isis me miró primero como si fuera un sucio vago pidiéndole que lo invitara a comer a su casa y después me fue reconociendo poco a poco. Ya conocía mis brazos y el calor de mi cuerpo. Sabía quién era yo: un chamaco caliente que había estado “consolándola” todo ese tiempo nada más para que, algún día, por alguna extraña razón, ella le permitiera tocarle las nalgas. A ella, a su prima. Su rostro palideció lentamente mientras me escuchaba decir eso, pero después pude ver como se sonrojaba.


“Chingue su madre”, dije y no esperé más para poseerla. Pero tropecé mientras me le acercaba, cayendo en sus brazos. Un par de miradas de que no sabíamos que estábamos haciendo y de repente yo ya estaba chupándole los pezones. Nos quitamos la ropa apresuradamente, como víctimas de un arrebato desesperado, salvaje y torpe. Bueno, en realidad eso éramos, víctimas de un arrebato desesperado, salvaje y torpe. Los pollos, guajolotes y patos se paseaban alrededor de nuestros cuerpos, que se entrelazaban en una ridícula danza que de erótica no tenía nada. Debí penetrarla como tres veces. La verdad no puedo estar seguro; estaba más preocupado porque, de un momento a otro, sin saber cómo o dónde, uno de los gallos comenzó a ponerse loco y se nos acercó cuando ella me chupaba el pene por segunda vez. A punto de venirme, el gallo interrumpió nuestro idilio pretendidamente erótico y nos hizo salir corriendo encuerados del corral, con nuestra ropa en las manos. Yo todavía escurriendo semen de mi pene y ella de su boca.


Nos encontramos a mi tío al correr a la entrada de la casa. En otras circunstancias me hubiera felicitado y me hubiera invitado a chupar. Pero esta vez, lo primero que hizo fue darme un par de golpes con una madera que encontró ahí y llevarse por la fuerza a Isis para obligarla a vestirse sin que yo la viera. Regañados y reprendidos hasta la saciedad por todas las personas que gobernaban nuestras vidas, nos dieron unos momentos para despedirnos, porque se supone que nunca volveríamos a vernos. Isis, en vez de despedirse de mí con un beso tierno o algo parecido, me dijo que no había sido una buena cogida y que yo había perdido la apuesta.


Y cómo ven, por hacerle caso a mi prima, ahora soy abstemio y me dedican misas. Tampoco fue tan difícil, porque después de aquel vergonzoso numerito, quién se iba a atrever a seguir con esas mamadas. Bueno, sí, otros güeyes sí, pero yo no. Fíjense que ahora me doy cuenta de que ese día que me apendejé, yo no decidí nada. Fue ella quien lo hizo por mí. Cambié al amor de mi corta vida, el alcohol, por una mala cogida interrumpida por un gallo agresivo. Creo que Isis quedó embarazada de mí, pero la obligaron a abortar porque mi abuelita decía que los hijos producto de incesto entre primos nacían idiotas. Chale. Ellos supieron qué hacer y yo no. A fin de cuentas ¿qué sabe un niño queretano de 17 años de la vida, verdad?


Ustedes que pueden, levanten sus alcoholes y brinden por mí: ¡Salud por los pendejos!



Cheers


H.

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