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domingo, 8 de abril de 2012

Aguas con la desmitificada

Es curioso. 

El pasado jueves, el doc Pedro Salmerón Sanginés, esforzado historiador puma y autoridad viviente en villismo, se estrenó como columnista en La Jornada con una serie de artículos en los que promete demostrar, con los pelos de la burra en la mano, las flagrantes mentirotas de las que han echado mano, con el argumento de la desmitificación, personajes como José Manuel Villalpando, Luis González de Alba, Macario Schettino, Armando Santos Aguirre alias Catón, Juan Manuel Zunzunegui y otros. 

Hace algunas semanas, al asistir a un foro cuya temática me resulta nebulosa hoy -mea culpa- en el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM, para los cuates), me topé con un Villalpando "invitando" al público y a los amantes profesionales de Clío a no caer en la trampa de sustituir la vieja historia de bronce, rebosante de héroes de moral incorruptible y épicas memorables, por una historia de fango, atascada de viles y despreciables villanos engaña-pueblos. En algún momento de su intervención salió a relucir el nombre de Macario Schettino.

El afán desmitificador de la historia en México, tal y como lo vemos hoy, es relativamente joven y, de acuerdo con el artículo de Salmerón, podríamos ubicarlo desde las reformas educativas en 1992 y reforzado por la llegada del PAN a la presidencia en 2000. A los historiadores nóveles nos llegan invitaciones constantes para abordar "nuevos" temas y llenar los espacios vacíos de la historia oficial o tradicional (que no es lo mismo); y para presentar tópicos conocidos bajo una nueva perspectiva. Mientras algunos se gradúan con historias, microhistorias, minihistorias de tal personaje o tal lugar y haciendo catálogos (talacha esta que muchos agradecemos en secreto ocasionalmente), otros intentamos explorar ángulos imposibles de cuestiones recién incorporadas al conocimiento histórico, y algunos más hacen la labor arqueológica de sacar a la luz episodios que han estado pudriéndose en la sombra. Todos haciendo de todo, sin la intención explícita de desmitificar la historia.

Eso se hace en clase, en las charlas cotidianas de café, en los foros de internet. Cuando se es joven historiador, a veces es más atractivo descubrir y reinterpretar que desmitificar. Para "abrir los ojos" al público sobre aquello que la historia oficial calla, hay ya mucho material publicado detrás de la labor propia, sobre el cual es más prudente sostenerse a la hora de difundir los episodios negados. 

El destierro del mito en la práctica historiográfica ha tenido lugar en la tradición occidental desde los clásicos grecorromanos, porque fue en los esfuerzos intelectuales de sus filósofos que la palabra mito se hizo sinónimo de fábula, creencia sin fundamento ni comprobación; el opuesto del saber racional, el logos. Fue de tal fuerza esta concepción que la misma historia cristiana, sus dogmas y doctrina misma, no admite mitos, aunque ahora podamos identificar estructuras míticas en el cristianismo. Diversas tradiciones, escuelas y teorías han hecho reposar el ansiado fundamento de la objetividad en cosas como la autoridad del testigo, el documento escrito o el testimonio oral acompañado de su respectivo análisis y crítica; y en el largo camino recorrido siempre se han topado con que el ejercicio del poder, del tipo que sea, mete sus narizotas en la construcción del discurso histórico, creando a su paso "mitos" bastardos, creados a conveniencia de una ideología o interés particular. 


Es necesario apuntar que sea cual sea la ideología o "los intereses" que provoquen esta distorsión del conocimiento, implican en sí mismos, no obstante sus intenciones explícitas (ocultamiento de ciertos hechos, por ejemplo), estructuras de pensamiento y conocimiento de sustrato mítico, nivel último en el que la valoración del vocablo mito como fábula o mentira no resulta de correcta aplicación, pues su valor no está en su veracidad, medida según la razón moderna, sino en su efectividad, utilidad y sustento cultural; sin embargo, ese nivel último es por ahora el que menos nos interesa (¿o no?...).  


Para lograr que la desmitificación tenga éxito hace falta dejar que la ambición intelectual crezca y entonces colgarse del desprestigio de la historia oficial; ninguno de estos requisitos me parece reprobable. Ahora bien, la cruzada contra los mitos oficiales de la historia mexicana ha sido promovida y practicada activamente por personas que, al menos en su formación inicial, no son historiadores de profesión: abogados, literatos, politólogos, periodistas, y hasta ingenieros. Eso tampoco es reprobable: un buen espíritu crítico, rigor en el manejo de fuentes y sustentado criterio en la interpretación no son virtudes exclusivas de los historiantes profesionales, y hay escritores de historia, que no historiadores, que han sido capaces de confeccionar obras espléndidas, por no hablar de la considerable ventaja que le llevan a la academia en lo que refiere a los textos de difusión.


Sí, la cochina difusión. Es cierto lo que Salmerón apunta en su artículo: la desmitificación de la que hemos sido testigos desde hace veinte años es una moda. Es una fórmula ganadora que vende libros y otorga rating en radio y televisión. Todo ello bajo el manto protector de la difusión, donde el rigor académico se sacrifica en aras de ideas atractivas sobre los "héroes", cuando no debería ser así: el públilco merece que le cuenten la historia con todos sus claroscuros. Todo mundo ha querido bajarlos del pedestal para acusarlos de ser de cierta forma y, agrego yo, ese es el principal problema: la autoproclamada desmitificación se ha centrado generalmente en destruir pedestales, lo que hace pobrísima su aportación al conocimiento histórico. Irónicamente, Villalpando lo ha señalado en su poco elegante metáfora: hay quienes han cultivado la historia de fango y, no mamen, dice, ya no hay que pelarlos para que se callen. Eso, ¿qué nos quiere decir? ¿Rescatar a los héroes de bronce? No, dice él, hay que entender que "eran humanos". Diablos, cuando el falaz argumento de la falibilidad humana aparece para explicar a ciertas personalidades involucradas en notables procesos históricos, hay que desconfiar.


¿Cuál es el pedo?, dirán ustedes. Es de gran trascendencia porque esa historia "desmitificada" llega al público apoyada en una amplia infraestructura e influye en la opinión general de las personas sobre su historia, moldea su cultura histórica, y las consecuencias más inmediatas y palpables de ello están en su actuar y posición política. La historia, nos guste o no, tienen que ver mucho, muchísimo, con la política, sobre todo en México, donde la historia como hobbie o recreación aún no es la que domina (que tampoco queremos que sea únicamente así, ¿verdad?). Ni modo, así ha sido nuestra civilización y el cambio de paradigma se me hace que ha de ser doloroso.


Ahora, aquel que llamó a no seguir la historia de fango se encuentra, ante el público lector, en la mira de otro historiador, quien lo acusa, así de buenas a primeras, de mentir. Nada de que la falta de rigor o la interpretación errónea: mentiras, tú me enamoraste a base de mentiras. Y dice que va a demostrarlo.


De momento no me siento capaz de opinar porque, aunque tengo plena confianza en las palabras del doctor Salmerón, no me he soplado ni un texto de los aludidos. Sin embargo, aquí en Éter Verde seguiremos de cerca las aportaciones de su columna porque, aunque para mí la mentira en la historiografía resulta interesante incluso como material de estudio, sigue pareciéndome reprobable, en especial cuando se obtienen dividendos de ella y peor aún, influye en las opiniones de la gente.


Enhorabuena, doc. Desde aquí le echamos porras.


H.

domingo, 25 de marzo de 2012

Cultura histórica personal. Una propuesta de ejercicio autoevaluativo para jóvenes historiadores

Mi interés por la historia nació con el tema de la guerra, como seguramente sucede con muchos otros historiadores en ciernes que no consideran prudente admitir algo así. Nadie en mi familia cercana, y conocida, ha sido militar ni han experimentado un conflicto armado en carne propia o al menos ha sido testigo presencial de un hecho bélico, por no hablar ya de mi propia experiencia personal, tan alejada de las armas. Por eso, deduzco que mis impresiones de la guerra que tanto me han fascinado a lo largo de mi vida son más bien imágenes que he absorbido y reinterpretado de lecturas que comencé a hacer desde los ocho años, escenas de películas, caricaturas, documentales y visitas a museos. A pesar de que aprendí que las guerras en general deberían causarme más bien repudio, rechazo, indignación o incluso miedo, ha sido un aprendizaje (¿o debería decir adoctrinamiento?) moral y en cierta medida abstracto. De hecho podría decir que no estoy consciente del daño de una guerra en las personas. Mi historia de vida y mis propias decisiones me lo han negado.

Dado este panorama de mis percepciones de la realidad bélica, me doy cuenta que, a mis veinticinco años, sigo manteniendo imágenes mentales muy curiosas de conceptos relacionados con la violencia y la guerra, y que conservo aunque sé que en realidad no me ayudan en mi oficio.

Por ejemplo, la expresión levantamiento armado.

No sé ustedes, pero yo, las primeras veces que leí el término, imaginaba a una persona que hincada sostenía un fusil, o una escopeta, un rifle, no sé, un arma larga de fuego, y que se levantaba. La imagen me venía a la mente tan clara como el hecho de que siempre se presentaba como vista la persona desde arriba.

Mi mente ha ido aún más allá imaginando, literalmente, un levantamiento armado. Una vez, cuando mi madre hizo las compras de útiles para un ciclo escolar que ya no recuerdo, se incluyó en el carrito un juego de publicaciones de una conocida editorial que se dedicaba (o dedica, ya no sé) a la realización de monografías, esos papeles de estampitas cotorras de un lado, y con somera y a veces facciosa información al reverso. Estas “revistas” eran compilados de información de las monografías históricas de la editorial y venían en varios volúmenes, con lo más cliché y sobado de la historia que siempre le dan a uno en la escuela.

Sobra decir que mis ojos devoraron estas revistas. Lo que no sobra es que de la lectura de una de ellas, surgió en mi mente una imagen tan clara y tan literal de un fenómeno político, que no puedo dejarlo pasar sin mencionarla. Sucede que estaba leyendo la historia del cristianismo primitivo en una de estas revistas y me topé con que el redactor mencionaba en la misma página la persecución a los cristianos y los levantamientos armados de no sé quién. Más aún: hablaba de que cierto fenómeno o proceso (quizás el cristianismo, no tengo la revista a la mano para verificar) desencadenaba levantamientos armados.

En la misma página aparecía una imagen de Jesucristo, de espaldas al lector, hablándole a un nutrido grupo de gente, en la conocida estética de las monografías mexicanas. Los personajes que escuchaban estaban hincados unos y parados otros.

Bien, pues para mí, a partir de tan parcas referencias, cada vez que leía o escuchaba que se desencadenaba un levantamiento armado, acudía a mi mente una escena en la que un grupo de personas en el momento exacto de terminar un rezo colectivo, hincados en un árido y extenso paraje, sosteniendo en sus manos armas de fuego y rodeado todo el grupo por una cadena de hierro, la cual era rota en ese instante, permitiendo a los personajes levantarse y ponerse en pie.

Obviamente, no siempre me he topado con la expresión desencadenamiento de un levantamiento armado, pero no puedo evitar evocar esa curiosa imagen cuando aparece ante mí. leo, escucho o veo algo que mi mente relacione. La imagen no me ha servido nunca, quizás nada más para hacerme más comprensible el concepto, pero más allá parece completamente inútil. Dice el maese Edgar Clément que dibujar es conocer; yo agregaría que imaginar, es decir, evocar imágenes en la mente, con mayor razón lo es. Pero dado que no solemos describir con nitidez esas imágenes mentales, ya no digamos dibujarlas, pasamos este importante hecho por alto. Esta imagen para mí, racional y conscientemente, me parece absurda e infantil (dicho en forma literal, porque reconozco haberla “concebido” en la última etapa de mi niñez); pero de alguna forma, al momento de describirla e intentar aislarla, creo que estoy descubriendo algo acerca de mi propia cultura histórica y mi imaginario. Lo que haga con este descubrimiento después ya es harina de otro costal.

Lo curioso es que, una vez que evoqué esta escena de mi imaginario con esta precisión, puedo suponer que la tendré presente ahora más que nunca.

Si es usted un joven historiador, le propongo este ejercicio de autoevaluación: hurgue en sus escritos, ponga atención a loq ue dice cuando discute temas históricos. Si logra aislar una imagen recurrente, está del otro lado.