Porque ustedes lo pidieron (pero también porque se me pasó postear la invaluable intervención del camarrada esata semana y quiero compartirles un cuentito) repetimos con el ya clásico triple post.
Así que, por orden de agenda:
En la opinión de
La Momia de Lenin
La chica Delirio pregunta:
¿Cuál es la palabra para ese efecto que provocan ciertas historias (novelas, películas, etc.) de hacernos pensar que son tan buenas que no nos importa que existan mejores?
Y por último, un cuentito. Escribí este texto en 2008 para uno de los tantos proyectos naufragados que he emprendido desde aquel grandioso año y me permití darle una manita de gato para publicarlo aquí, con motivo del ya demasiado próximo 30 de abril, día de la larva humana-mocoso-malagradecido-futuro de la nación-recurso humano no renovable.
Trueque
Frente al pequeño Julio se extendía,
imponente y soberbio, el valle. Su familia le había llevado ahí en un merecido
paseo de descanso para todos. Eran una familia extensa; al menos unos cinco
hijos varones y tres mujeres. Más Julio. Y eso sin contar a los primos. Su
madre aseguraba que, para llevar a toda la familia, habrían hecho falta tres
microbuses. Para Julio, tales “microbuses” eran desconocidos. Él sabía muy bien
que los únicos medios de transporte en el mundo eran sus pies y la camioneta de
su papá. Junto al valle, la familia se extendió como quiso: el estéreo de la
camioneta a todo volumen, las botellas de cerveza pasando de las manos adultas
a las jóvenes, las parrillas calientes, con la carne ya encima, los balones
rebotando en el irregular terreno, los frizzbies volando, un papalote mucho más
arriba.
Pero el pequeño Julio permanecía ajeno a todo
eso, su única visión en ese momento era el valle. Sus inquietos ojos no perdían
la oportunidad de pasearse al menos una vez por todo: de los árboles a las
piedras, de ahí a los casi inexistentes riachuelos y en seguida, al cielo.
Permanecía de pie, asombrado. Nunca había visto tanto espacio abierto frente a
él. Era sin duda el lugar más bonito que hubiera visto jamás. Su hermana
Fernanda, comisionada por la familia para cuidarlo, parecía compartir los
pensamientos de Julio. Tenía fuertemente agarrada la mano del pequeño, pero
también permanecía con la mirada perdida en el valle. Julio interrumpió
súbitamente el momento.
-Mi
mamá nunca nos había traído aquí ¿verdad?
-No,
sí nos trajo, es sólo que tú todavía estabas muy chiquito. Esa vez se nos
perdió el Cucho.
-¿El
Cucho?
-Sí,
un perro que teníamos. Ya estaba algo viejo, pero parecía cachorro. Lástima que
ya no lo conociste.
-Pero
si se perdió aquí, a lo mejor anda por ahí ¿no?
Fernanda
miró a su hermano de reojo.
-No,
¿cómo crees? A lo mejor ya se murió…
-Pensé
que los perros vivían más que la gente.
-No
Julio, de hecho, viven menos. Imagínate que a tu edad, ya están viejos.
Un
ladrido se escuchó a lo lejos.
-¿Y
si es el Cucho? –preguntó emocionado Julio
Fernanda
se estremeció. No podía dejar de abrigar esperanzas de que así fuera. Pero
reaccionó.
-No,
es imposible. Mira, mejor ya vamos a comer. Nos están hablando.
La
parrilla había dado unos pedazos bien cocidos de carne, que la familia
devoraría acompañados de unas tortillas recién adquiridas. Para el pequeño
Julio ya estaba listo el plato con la carne bien picada, arroz blanco y mucha
verdura. Su madre se encargaba de que no la evadiera. Fernanda recordó, cuando
le sirvieron su pedazo, que era costumbre de los niños de la familia dejarle al
Cucho mucha de la comida que no se comían, en especial la que no les agradaba,
como las verduras. Aunque para que el perro aceptara ocultar en su estómago los
alimentos que a los niños les desagradaba, era necesario darle al menos un
pedazo de carne; entonces devoraba la evidencia.
-No
me gustan las verduras, Fernanda –se quejaba Julio mientras movía de un lado a
otro el tenedor, revolviendo constantemente el arroz con los vegetales. Había
dejado unos cuantos pedazos de nervio de res, que no le gustaba masticar,
muestra de que la carne le había sentado muy bien a su paladar.
-Ni
modo, tienes que adaptarte –le contestó muy ufana su hermana- el Cucho ya no
está para comerse lo que dejes.
-Eso
no me gusta…
Entonces,
mientras su hermana pedía a sus tíos una quesadilla, Julio tomó una bolsa de
plástico y vació el contenido de su plato en ella. Natalia, prima suya, diez
años mayor, pasó cerca y volteó hacia él, con una mirada pícara.
-Ya
te caché ¿eh? ¿Por qué no te comes tu verdura?
-No
me gusta.
-Y
¿qué? ¿Vas a tirar la bolsa?
-No,
alguien la va a ver y me van a regañar. Se la voy a dar al Cucho.
A
la chica le enterneció la respuesta del niño y quiso seguirlo en su juego. Le
frotó el cabello.
-¡Ay,
mi amor! ¿Y sabes dónde puedes encontrar al Cucho?
-¡Sí,
lo acabo de escuchar! Ladró por allá –señaló hacia un espacio indeterminado
entre los árboles que rodeaban el valle.
-¿Cómo
sabes que es él?
-¡Ay,
pues nomás porque sí, yo lo sé!
La
chica sonrió con ternura.
-Pero
vas a tener que llevarlo algo más que pura verdura con arroz y nervios de res.
Toma –dijo mientras ponía en la bolsa de plástico un pedazo de carne- si no, no
se va a comer tus verduras. A mí me los regresaba.
-Está
bien
Natalia
le besó la frente y se alejó. Fernando volvía entonces.
-Mira,
Fernanda, Natalia me dio más carne para darle al Cucho.
-Ay,
Julio, que el Cucho se perdió, ya no está, no puedes darle nada.
-Ah,
¿cómo no? Yo lo oí ladrar.
-Ese
era otro perro. Nomás te estás haciendo para no comerte todo… Mira nomás, qué
batidillo hiciste esa bolsa. Le voy a decir a mi mamá.
-Ay,
si tu le dices, yo te acuso de que ya traes novio.
-¡Cállate!
-¿No
me crees? –amenazó Julio. Acto seguido, gritó en voz alta- ¡Mamá, Fernanda…
La
niña no le dejó terminar tapándole la boca.
-Está
bien. Pero al menos tira esa comida lejos de aquí.
En cuanto Julio tiró la bolsa
cerca de un arroyo, Fernanda y él fueron con un tío quien les había prometido
enseñarles a volar un papalote. Fracasando en su empresa, los primos le
enseñaron a Julio a atajar tiros de futbol en una portería de piedras. Sin
embargo, algunos de los tiros fueron
demasiado fuertes y el pequeño Julio salió con un tremendo balonazo en
la cara.
-No me gusta el fútbol,
Fernanda. –se quejaba el pequeño después de haber sido consolado por una de sus
tías, que había visto el balonazo del que fue víctima.
-Ni modo –le contestó con
propiedad sobreactuada su hermana- es lo que todos juegan, ya que no está el
Cucho. Tienes que adaptarte.
-Si el Cucho estuviera aquí,
¿entonces yo no tendría que jugar fútbol?
-No –contestó divertido otro
primo que pasaba por ahí- pero tenía que hacerlo jugar con un pedazo de tela o
una pieza de ropa vieja.
-¿Ya ves? –replicó Fernando,
en cuando se alejó el otro primo- No tienes ni al Cucho ni ropa vieja que
darle. Tienes que jugar fútbol o aburrirte.
Tras decir esto, Fernanda se
acercó a los adultos, que discutían acaloradamente algún tema, para
escucharlos; lo había hecho desde siempre, y es que la plática de los mayores
le fascinaba aunque no entendía gran parte de lo que se decía. Era la primera
vez que Julio se acercaba con ella para compartir aquel peculiar hábito. Una o
dos frases llamaban la atención del niño, pero se distraía facilidad y hacía
gestos de aburrimiento y fastidio que molestaban a su hermana. Sin embargo, por
muy disperso que estuviera, su mente divagaba acerca de cómo pudo haber sido
Cucho. El valle era muy bonito y, en un lugar así, todo era posible. Incluso
encontrar eso que se había perdido..
-Fernanda,
-dijo de improviso- vamos a buscar a Cucho, creo que ya se donde lo podemos
encontrar.
-¿Ah,
sí? ¿Y dónde?
Julio
extendió su brazo y señaló un espacio indeterminado entre los árboles. Fernanda
recordó entonces que era precisamente de ese lado que había escuchado el
ladrido, horas antes. La plática de los adultos era particularmente aburrida
esta vez y aunque trataba de esforzarse por prestar atención a lo que decían,
simplemente no podía sentirse interesada, por lo que no lo dudó dos veces en
permiso para ir a aquel lugar que Julio le señalaba. Se encontró con el
infalible argumento de “No, ya merito nos vamos”. Insistió durante media hora,
segura de que el “ya merito” se prolongaría tanto como duraran las cervezas que
había en la hielera vieja de uno de sus tíos. El ladrido se volvió a escuchar.
Fernanda
supo que pidiendo permiso no iba a lograr nada, así que tomó de la mano a su
hermanito y se encaminó hacia ese punto indeterminado del valle.
-¿A
dónde vas, escuincla? –le gritó su madre cuando la vio alejándose con Julio.
-Mi
hermano quiere ver un poco más de cerca esos árboles; dice que se quiere llevar
un piñita de esas que caen.
-Está
bien, está bien, pero deja que los acompañe Jorge. Y no se tarden mucho, que ya
merito nos vamos.
-Sí,
mamá.
Mientras
se alejaban, Julio le pidió a su hermana que lo esperara, que iría a conseguir
la comida que había tirado para el Cucho. Pero en cuanto se acercó al arroyo
cerca del cual estaba la bolsa, comprobó con tristeza que alguien la había
recogido ya. Fernanda lo jaló del brazo.
-Ya,
déjalo así. Vamos o no nos va a dar tiempo de nada.
-Tienes
razón, además, escucha –dijo Julio- parece que ladra más fuerte. ¡Nos está
llamando!
El
resignado primo adolescente, Jorge, alcanzó a ambos niños para cuidarlos,
aunque au actitud era más bien de hastío y no intercambió ni una palabra con
ellos. Ensimismado, atento solamente a las notas que los audífonos le traían
desde su reproductor de CD’s portátil, se limitó a seguirlos.
Conforme se alejaban de la
familia y del ruido de las cuatrimotos, de los gritos de los otros niños y de
la música a todo volumen en los vehículos, se hacía más nítido el sonido de un
ladrido que salía de entre los árboles. Fernanda y Julio se percataron entonces
de que ese ladrido se había convertido en varios. Uno se escuchaba por aquí,
otro por allá, otro más allá.
Cuando
el gran festival de ladridos que emergían de todas partes los envolvió, se
detuvieron. Habían penetrado entre los árboles durante largo rato y salido a
otro claro, muy parecido al valle; de entre los árboles se veía un gran risco
que se elevaba perpendicular al irregular terreno, haciendo invisible todo o
que había tras de él. El bosque se había tragado el anterior valle y este nuevo
escenario se extendía tan vasto como aquel, pero era de una soledad
inquietante. Ni un solo ruido humano, ni de otra criatura; únicamente los
ladridos. Jorge, alarmado, en contraste con la tranquila curiosidad de los
niños, se quitó los audífonos y les dijo que era mejor que se regresaran. Pero
Fernanda ni Julio parecían no haber escuchado. Sus oídos estaban atentos a esos
ladridos que salían de todas partes y los envolvían. Eran como una sala de
discusiones: cada ladrido era la respuesta a uno anterior. Visiblemente
alterado, regañó a los niños:
-Bueno
¿Ya? ¡Vámonos! ¡Ya estuvo bueno!
De
nuevo se encontró con que sus primos le ignoraban. Él no era del tipo violento
ni autoritario, así que no se atrevió a tomarlos por la fuerza de las manos
para conducirlos fuera de ahí. En los momentos en que él pensaba en la forma en
que iba a convencer a sus primos de que se fueran de ahí, Julio, en un gesto de
espontánea alegría, señaló a uno de los árboles.
-¡Mira!
¡Fernanda, mira!
La
niña, embelesada por los ladridos, volteó hacia donde su hermano le señalaba.
Ahí estaba Cucho, parado frente a ellos. Ninguno se había percatado, pero los
ladridos cesaron en el momento en que Julio señaló al árbol. Cucho miró a los
tres y se acercó para olerlos y reconocerlos. En el momento en que Fernanda vio
acercarse al perro, no se contuvo y corrió a abrazarlo. Pero un agresivo gesto
del can paró en seco a la niña. Espantada, prefirió la inmovilidad. Cucho se
acercó y olfateó sus piernas durante algunos segundos; después, hizo lo propio
con Jorge y Julio. Éste último, visiblemente preocupado, le susurró a Fernanda:
-No traemos ni su comida ni
ropa vieja para que juegue. Por eso se enojó con nosotros. A lo mejor ya no
quiere regresar por eso.
Cuando pareció haber
terminado su rutina de reconocimiento, el animal se dirigió con el pequeño
Julio, como si hubiese entendido lo que el niño había dicho y alzó las patas
delanteras. El niño comprendió aquel gesto de simpatía y se agachó para
acariciarlo. El perro correspondía con sendos lengüetazos a la cara del niño.
Fernanda,
celosa, se dirigió a Julio y le indicó que a era hora de irse.
-Pero
yo no quiero –gritó Julio.
El
sonido de su voz se expandió y luego se duplicó. De pronto, voces idénticas a
la suya repetían la frase, surgiendo de todas partes, tal como habían escuchado
antes con los ladridos. Pero yo no
quiero… Pero yo no quiero… Se escuchaba por todas partes. El pequeño Julio,
confundido, soltó entonces en escandaloso llanto. Su voz se volvió a expandir
alrededor, reproduciéndose en distintos sitios, justo como su reclamo anterior.
Cucho salió corriendo y, pronto, Jorge y Fernanda le siguieron, tratando de
llevarse al pequeño Julio; pero él se resistía, no paraba de llorar y la
particular duplicación de los gritos del pequeño que desprendía en aquel lugar
hacía insoportable la idea quedarse un momento más.
Fernanda
quiso quedarse, al tiempo que Jorge decidió ir por alguien más, esperanzado en
que un adulto ayudaría en algo.
-¡Espérame
aquí! –le ordenó a Fernanda y salió corriendo hacia el bosque, esperando que
así encontraría de nuevo el valle. No erró en su cálculo.
La
niña abrazó a Julio, quien no cesaba su llanto. Algunos segundos en brazos de
su hermana parecieron disminuir su confusión.
-No me gusta este lugar,
Fernanda ¿Dónde estamos?
¿Dónde
estamos? ¿Dónde estamos? ¿Dónde...
Del otro lado del bosque, los
ruidos comunes opacaban todo sonido de lo que sucedía en ese pedazo de tierra
sembrado de árboles.
Jorge
llegó jadeando con la familia y pidió rápidamente que le dijeran donde estaban
sus tíos. En cuanto éstos le preguntaron por Fernanda y Julio, Jorge contó, sin
más, lo que acababa de pasar.
-¡¿Dónde
están tus primos?! ¡¿Dónde?! –preguntó histérica la madre de los niños a Jorge.
El
pobre chico no supo que contestar, pues su historia no parecía convincente. Sin
embargo, consiguió que su padre y otros tíos y primos se animaran a ir a ese
lugar donde se supone estarían aún Fernanda y Julio. En medio de la histeria
que hizo presa a la familia, Jorge sintió que algo pasaba entre sus piernas.
Otro de sus primos, mayor que él, exclamó entonces:
-¡Es
el Cucho! ¡Oigan, miren!
Nadie
le hizo caso.
La
búsqueda se prolongó por horas. Alguien llamó a una patrulla y pronto, todo el
valle se enteró de lo que había pasado. Cucho se paseaba tranquilamente entre
los restos de la comida, comiendo del plato que Fernanda había dejado horas
antes y de la bolsa con comida del pequeño Julio. Jorge, que había guiado a
todos hasta aquel lugar donde, estaba seguro, los niños habían quedado, regresó
cabizbajo y miró al perro que hasta hacía pocas horas había estado perdido. La
familia se olvidó de reprenderlo por su irresponsabilidad; la prioridad eran
los niños. No obstante, prioritaria o no, la búsqueda fue infructuosa.
Cucho
había vuelto, pero a nadie pareció importarle; los niños se habían ido y la
familia nunca regresaría al valle.
Estaba
hecho.
Si no quedaron satisfechos con esta sublime pieza narrativa, pueden pasar a leer el siempre clásico A los pinches chamacos, de Francisco Hinojosa.
Los quiero, niños. Ahora, por favor, dejen de estar chingando.
H.
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