domingo, 29 de abril de 2012

Por tercera vez: ¡Triple Combo! (Especial de Día del Niño)


Porque ustedes lo pidieron (pero también porque se me pasó postear la invaluable intervención del camarrada esata semana y quiero compartirles un cuentito) repetimos con el ya clásico triple post.

Así que, por orden de agenda:

En la opinión de

La Momia de Lenin


La chica Delirio pregunta:

¿Cuál es la palabra para ese efecto que provocan ciertas historias (novelas, películas, etc.) de hacernos pensar que son tan buenas que no nos importa que existan mejores?

Y por último, un cuentito. Escribí este texto en 2008 para uno de los tantos proyectos naufragados que he emprendido desde aquel grandioso año y me permití darle una manita de gato para publicarlo aquí, con motivo del ya demasiado próximo 30 de abril, día de la larva humana-mocoso-malagradecido-futuro de la nación-recurso humano no renovable. 

Trueque

Frente al pequeño Julio se extendía, imponente y soberbio, el valle. Su familia le había llevado ahí en un merecido paseo de descanso para todos. Eran una familia extensa; al menos unos cinco hijos varones y tres mujeres. Más Julio. Y eso sin contar a los primos. Su madre aseguraba que, para llevar a toda la familia, habrían hecho falta tres microbuses. Para Julio, tales “microbuses” eran desconocidos. Él sabía muy bien que los únicos medios de transporte en el mundo eran sus pies y la camioneta de su papá. Junto al valle, la familia se extendió como quiso: el estéreo de la camioneta a todo volumen, las botellas de cerveza pasando de las manos adultas a las jóvenes, las parrillas calientes, con la carne ya encima, los balones rebotando en el irregular terreno, los frizzbies volando, un papalote mucho más arriba.
             Pero el pequeño Julio permanecía ajeno a todo eso, su única visión en ese momento era el valle. Sus inquietos ojos no perdían la oportunidad de pasearse al menos una vez por todo: de los árboles a las piedras, de ahí a los casi inexistentes riachuelos y en seguida, al cielo. Permanecía de pie, asombrado. Nunca había visto tanto espacio abierto frente a él. Era sin duda el lugar más bonito que hubiera visto jamás. Su hermana Fernanda, comisionada por la familia para cuidarlo, parecía compartir los pensamientos de Julio. Tenía fuertemente agarrada la mano del pequeño, pero también permanecía con la mirada perdida en el valle. Julio interrumpió súbitamente el momento.
            -Mi mamá nunca nos había traído aquí ¿verdad?
            -No, sí nos trajo, es sólo que tú todavía estabas muy chiquito. Esa vez se nos perdió el Cucho.
            -¿El Cucho?
            -Sí, un perro que teníamos. Ya estaba algo viejo, pero parecía cachorro. Lástima que ya no lo conociste.
            -Pero si se perdió aquí, a lo mejor anda por ahí ¿no?
            Fernanda miró a su hermano de reojo.
            -No, ¿cómo crees? A lo mejor ya se murió…
            -Pensé que los perros vivían más que la gente.
            -No Julio, de hecho, viven menos. Imagínate que a tu edad, ya están viejos.
            Un ladrido se escuchó a lo lejos.
            -¿Y si es el Cucho? –preguntó emocionado Julio
            Fernanda se estremeció. No podía dejar de abrigar esperanzas de que así fuera. Pero reaccionó.
            -No, es imposible. Mira, mejor ya vamos a comer. Nos están hablando.
            La parrilla había dado unos pedazos bien cocidos de carne, que la familia devoraría acompañados de unas tortillas recién adquiridas. Para el pequeño Julio ya estaba listo el plato con la carne bien picada, arroz blanco y mucha verdura. Su madre se encargaba de que no la evadiera. Fernanda recordó, cuando le sirvieron su pedazo, que era costumbre de los niños de la familia dejarle al Cucho mucha de la comida que no se comían, en especial la que no les agradaba, como las verduras. Aunque para que el perro aceptara ocultar en su estómago los alimentos que a los niños les desagradaba, era necesario darle al menos un pedazo de carne; entonces devoraba la evidencia.
            -No me gustan las verduras, Fernanda –se quejaba Julio mientras movía de un lado a otro el tenedor, revolviendo constantemente el arroz con los vegetales. Había dejado unos cuantos pedazos de nervio de res, que no le gustaba masticar, muestra de que la carne le había sentado muy bien a su paladar.
            -Ni modo, tienes que adaptarte –le contestó muy ufana su hermana- el Cucho ya no está para comerse lo que dejes.
            -Eso no me gusta…
            Entonces, mientras su hermana pedía a sus tíos una quesadilla, Julio tomó una bolsa de plástico y vació el contenido de su plato en ella. Natalia, prima suya, diez años mayor, pasó cerca y volteó hacia él, con una mirada pícara.
            -Ya te caché ¿eh? ¿Por qué no te comes tu verdura?
            -No me gusta.
            -Y ¿qué? ¿Vas a tirar la bolsa?
            -No, alguien la va a ver y me van a regañar. Se la voy a dar al Cucho.
            A la chica le enterneció la respuesta del niño y quiso seguirlo en su juego. Le frotó el cabello.
            -¡Ay, mi amor! ¿Y sabes dónde puedes encontrar al Cucho?
            -¡Sí, lo acabo de escuchar! Ladró por allá –señaló hacia un espacio indeterminado entre los árboles que rodeaban el valle.
            -¿Cómo sabes que es él?
            -¡Ay, pues nomás porque sí, yo lo sé!
            La chica sonrió con ternura.
            -Pero vas a tener que llevarlo algo más que pura verdura con arroz y nervios de res. Toma –dijo mientras ponía en la bolsa de plástico un pedazo de carne- si no, no se va a comer tus verduras. A mí me los regresaba.
            -Está bien
            Natalia le besó la frente y se alejó. Fernando volvía entonces.
            -Mira, Fernanda, Natalia me dio más carne para darle al Cucho.
            -Ay, Julio, que el Cucho se perdió, ya no está, no puedes darle nada.
            -Ah, ¿cómo no? Yo lo oí ladrar.
            -Ese era otro perro. Nomás te estás haciendo para no comerte todo… Mira nomás, qué batidillo hiciste esa bolsa. Le voy a decir a mi mamá.
            -Ay, si tu le dices, yo te acuso de que ya traes novio.
            -¡Cállate!
            -¿No me crees? –amenazó Julio. Acto seguido, gritó en voz alta- ¡Mamá, Fernanda…
            La niña no le dejó terminar tapándole la boca.
            -Está bien. Pero al menos tira esa comida lejos de aquí.
En cuanto Julio tiró la bolsa cerca de un arroyo, Fernanda y él fueron con un tío quien les había prometido enseñarles a volar un papalote. Fracasando en su empresa, los primos le enseñaron a Julio a atajar tiros de futbol en una portería de piedras. Sin embargo, algunos de los tiros fueron  demasiado fuertes y el pequeño Julio salió con un tremendo balonazo en la cara.
-No me gusta el fútbol, Fernanda. –se quejaba el pequeño después de haber sido consolado por una de sus tías, que había visto el balonazo del que fue víctima.
-Ni modo –le contestó con propiedad sobreactuada su hermana- es lo que todos juegan, ya que no está el Cucho. Tienes que adaptarte.
-Si el Cucho estuviera aquí, ¿entonces yo no tendría que jugar fútbol?
-No –contestó divertido otro primo que pasaba por ahí- pero tenía que hacerlo jugar con un pedazo de tela o una pieza de ropa vieja.
-¿Ya ves? –replicó Fernando, en cuando se alejó el otro primo- No tienes ni al Cucho ni ropa vieja que darle. Tienes que jugar fútbol o aburrirte.
Tras decir esto, Fernanda se acercó a los adultos, que discutían acaloradamente algún tema, para escucharlos; lo había hecho desde siempre, y es que la plática de los mayores le fascinaba aunque no entendía gran parte de lo que se decía. Era la primera vez que Julio se acercaba con ella para compartir aquel peculiar hábito. Una o dos frases llamaban la atención del niño, pero se distraía facilidad y hacía gestos de aburrimiento y fastidio que molestaban a su hermana. Sin embargo, por muy disperso que estuviera, su mente divagaba acerca de cómo pudo haber sido Cucho. El valle era muy bonito y, en un lugar así, todo era posible. Incluso encontrar eso que se había perdido..
            -Fernanda, -dijo de improviso- vamos a buscar a Cucho, creo que ya se donde lo podemos encontrar.
            -¿Ah, sí? ¿Y dónde?
            Julio extendió su brazo y señaló un espacio indeterminado entre los árboles. Fernanda recordó entonces que era precisamente de ese lado que había escuchado el ladrido, horas antes. La plática de los adultos era particularmente aburrida esta vez y aunque trataba de esforzarse por prestar atención a lo que decían, simplemente no podía sentirse interesada, por lo que no lo dudó dos veces en permiso para ir a aquel lugar que Julio le señalaba. Se encontró con el infalible argumento de “No, ya merito nos vamos”. Insistió durante media hora, segura de que el “ya merito” se prolongaría tanto como duraran las cervezas que había en la hielera vieja de uno de sus tíos. El ladrido se volvió a escuchar.
            Fernanda supo que pidiendo permiso no iba a lograr nada, así que tomó de la mano a su hermanito y se encaminó hacia ese punto indeterminado del valle.
            -¿A dónde vas, escuincla? –le gritó su madre cuando la vio alejándose con Julio.
            -Mi hermano quiere ver un poco más de cerca esos árboles; dice que se quiere llevar un piñita de esas que caen.
            -Está bien, está bien, pero deja que los acompañe Jorge. Y no se tarden mucho, que ya merito nos vamos.
            -Sí, mamá.
            Mientras se alejaban, Julio le pidió a su hermana que lo esperara, que iría a conseguir la comida que había tirado para el Cucho. Pero en cuanto se acercó al arroyo cerca del cual estaba la bolsa, comprobó con tristeza que alguien la había recogido ya. Fernanda lo jaló del brazo.
            -Ya, déjalo así. Vamos o no nos va a dar tiempo de nada.
            -Tienes razón, además, escucha –dijo Julio- parece que ladra más fuerte. ¡Nos está llamando!
            El resignado primo adolescente, Jorge, alcanzó a ambos niños para cuidarlos, aunque au actitud era más bien de hastío y no intercambió ni una palabra con ellos. Ensimismado, atento solamente a las notas que los audífonos le traían desde su reproductor de CD’s portátil, se limitó a seguirlos.
Conforme se alejaban de la familia y del ruido de las cuatrimotos, de los gritos de los otros niños y de la música a todo volumen en los vehículos, se hacía más nítido el sonido de un ladrido que salía de entre los árboles. Fernanda y Julio se percataron entonces de que ese ladrido se había convertido en varios. Uno se escuchaba por aquí, otro por allá, otro más allá.
            Cuando el gran festival de ladridos que emergían de todas partes los envolvió, se detuvieron. Habían penetrado entre los árboles durante largo rato y salido a otro claro, muy parecido al valle; de entre los árboles se veía un gran risco que se elevaba perpendicular al irregular terreno, haciendo invisible todo o que había tras de él. El bosque se había tragado el anterior valle y este nuevo escenario se extendía tan vasto como aquel, pero era de una soledad inquietante. Ni un solo ruido humano, ni de otra criatura; únicamente los ladridos. Jorge, alarmado, en contraste con la tranquila curiosidad de los niños, se quitó los audífonos y les dijo que era mejor que se regresaran. Pero Fernanda ni Julio parecían no haber escuchado. Sus oídos estaban atentos a esos ladridos que salían de todas partes y los envolvían. Eran como una sala de discusiones: cada ladrido era la respuesta a uno anterior. Visiblemente alterado, regañó a los niños:
            -Bueno ¿Ya? ¡Vámonos! ¡Ya estuvo bueno!
            De nuevo se encontró con que sus primos le ignoraban. Él no era del tipo violento ni autoritario, así que no se atrevió a tomarlos por la fuerza de las manos para conducirlos fuera de ahí. En los momentos en que él pensaba en la forma en que iba a convencer a sus primos de que se fueran de ahí, Julio, en un gesto de espontánea alegría, señaló a uno de los árboles.
            -¡Mira! ¡Fernanda, mira!
            La niña, embelesada por los ladridos, volteó hacia donde su hermano le señalaba. Ahí estaba Cucho, parado frente a ellos. Ninguno se había percatado, pero los ladridos cesaron en el momento en que Julio señaló al árbol. Cucho miró a los tres y se acercó para olerlos y reconocerlos. En el momento en que Fernanda vio acercarse al perro, no se contuvo y corrió a abrazarlo. Pero un agresivo gesto del can paró en seco a la niña. Espantada, prefirió la inmovilidad. Cucho se acercó y olfateó sus piernas durante algunos segundos; después, hizo lo propio con Jorge y Julio. Éste último, visiblemente preocupado, le susurró a Fernanda:
-No traemos ni su comida ni ropa vieja para que juegue. Por eso se enojó con nosotros. A lo mejor ya no quiere regresar por eso.
Cuando pareció haber terminado su rutina de reconocimiento, el animal se dirigió con el pequeño Julio, como si hubiese entendido lo que el niño había dicho y alzó las patas delanteras. El niño comprendió aquel gesto de simpatía y se agachó para acariciarlo. El perro correspondía con sendos lengüetazos a la cara del niño.
            Fernanda, celosa, se dirigió a Julio y le indicó que a era hora de irse.
            -Pero yo no quiero –gritó Julio.
            El sonido de su voz se expandió y luego se duplicó. De pronto, voces idénticas a la suya repetían la frase, surgiendo de todas partes, tal como habían escuchado antes con los ladridos. Pero yo no quiero… Pero yo no quiero… Se escuchaba por todas partes. El pequeño Julio, confundido, soltó entonces en escandaloso llanto. Su voz se volvió a expandir alrededor, reproduciéndose en distintos sitios, justo como su reclamo anterior. Cucho salió corriendo y, pronto, Jorge y Fernanda le siguieron, tratando de llevarse al pequeño Julio; pero él se resistía, no paraba de llorar y la particular duplicación de los gritos del pequeño que desprendía en aquel lugar hacía insoportable la idea quedarse un momento más.
            Fernanda quiso quedarse, al tiempo que Jorge decidió ir por alguien más, esperanzado en que un adulto ayudaría en algo.
            -¡Espérame aquí! –le ordenó a Fernanda y salió corriendo hacia el bosque, esperando que así encontraría de nuevo el valle. No erró en su cálculo.
            La niña abrazó a Julio, quien no cesaba su llanto. Algunos segundos en brazos de su hermana parecieron disminuir su confusión.
-No me gusta este lugar, Fernanda ¿Dónde estamos?
¿Dónde estamos? ¿Dónde estamos? ¿Dónde...
Del otro lado del bosque, los ruidos comunes opacaban todo sonido de lo que sucedía en ese pedazo de tierra sembrado de árboles.
            Jorge llegó jadeando con la familia y pidió rápidamente que le dijeran donde estaban sus tíos. En cuanto éstos le preguntaron por Fernanda y Julio, Jorge contó, sin más, lo que acababa de pasar.
            -¡¿Dónde están tus primos?! ¡¿Dónde?! –preguntó histérica la madre de los niños a Jorge.
            El pobre chico no supo que contestar, pues su historia no parecía convincente. Sin embargo, consiguió que su padre y otros tíos y primos se animaran a ir a ese lugar donde se supone estarían aún Fernanda y Julio. En medio de la histeria que hizo presa a la familia, Jorge sintió que algo pasaba entre sus piernas. Otro de sus primos, mayor que él, exclamó entonces:
            -¡Es el Cucho! ¡Oigan, miren!
            Nadie le hizo caso.
            La búsqueda se prolongó por horas. Alguien llamó a una patrulla y pronto, todo el valle se enteró de lo que había pasado. Cucho se paseaba tranquilamente entre los restos de la comida, comiendo del plato que Fernanda había dejado horas antes y de la bolsa con comida del pequeño Julio. Jorge, que había guiado a todos hasta aquel lugar donde, estaba seguro, los niños habían quedado, regresó cabizbajo y miró al perro que hasta hacía pocas horas había estado perdido. La familia se olvidó de reprenderlo por su irresponsabilidad; la prioridad eran los niños. No obstante, prioritaria o no, la búsqueda fue infructuosa.
            Cucho había vuelto, pero a nadie pareció importarle; los niños se habían ido y la familia nunca regresaría al valle.
            Estaba hecho.

Si no quedaron satisfechos con esta sublime pieza narrativa, pueden pasar a leer el siempre clásico A los pinches chamacos, de Francisco Hinojosa.

Los quiero, niños. Ahora, por favor, dejen de estar chingando.

H.

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