Léase este post en compañía de las notas de la pieza siguiente:
Tengo alrededor de quince años viviendo en Atizapán. Cuando llegamos a establecernos de fijo en esta casa, la familia se encontró con que nuestra construcción estaba rodeada de sendos terrenos baldíos (en posesión de nunca supe quién) que albergaban uno de esos ecosistemas que los seres humanos hemos contribuido a cercar, o en ocasiones crear, con nuestras moles de concreto, yeso y varilla.
Llegar a ese lugar siempre le abrió horizontes insospechados a mi percepción del mundo.
Esa percepción del mundo siempre ha tenido como columna vertebral la idea, simple, infantil, básica y acaso trascendental, de que no visualizo ningún tipo de vida posible sin animales presentes, descontando a los del género Homo. Tanto así que mis más tiernos años albergué el deseo de convertirme en zoólogo o paleontólogo. Si llegar a Atizapán me abrió ese horizonte y me hizo desarrollar tempranamente tales ambiciones profesionales, es justo esbozar el alcance del mismo primero, ¿no?
-Crecí en una colonia defeña en la que los únicos animales que llegué a ver eran los habituales insectos que uno se encuentra en cualquier casa -casi en cualquiera en una ciudad-, moluscos terrestres, arácnidos como las altarañas, pájaros, lagartijas, perros y, muy de vez en cuando, gatos.
-Tuve pollitos como mascotas a los cinco años, si mal no recuerdo, pero me duele confesar que las pobres aves no duraban mucho en mis manos y en las de mis hermanos.
-Cerca de mi protoalma mater, el H. Colegio Salesiano, un señor vendía animalillos como ranitas verdes, cangrejos y creo que hasta iguanas, pero nunca le compramos.
-Tuvimos también guajolotes en nuestro poder, tres si recuerdo bien. Estuvieron engordándolos durante meses, su guarida era una extraña estructura a medio camino entre el corral y la casa de perro que se encontraba esquinada en un patio que cada vez tenía menos espacios con tierra negra y húmeda. Llegado el solsticio de invierno, la costumbre determinó su sacrificio para engalanar nuestra mesa y entonces fui víctima de la primera censura de mi vida: no me dejaron presenciar la muerte de eso pavos que tanta diversión me habían proporcionado durante el otoño y las vacaciones veraniegas.
-También tuve "pescaditos", peces que compraba muy de vez en cuando en un acuario dentro del mercado localizado detrás del famoso Torito, ese centro de visita común a los muchos briagos que no pasan el alcoholímetro o durante un tiempo motel de los miembros de la Rebel o la Monu cuando los pescaban. Dichos peces nunca conocieron pecera en mi casa, a lo mucho paneras de plástico o grandes frascos de esos de chiles jalapeños tamaño tortería llenos de agua de la llave.
-Dicen que de vez en cuando se metían murciélagos a la casa. Yo nunca los ví.
-Un árbol que crecía en mi cuadra se llenaba de gusanos azotadores cada año. Siempre le tuve miedo.
-Cerca de donde vivíamos una casa tenía arriba de su zaguán a un halcón. Creo que lo tenían amarrado de la pata. Nunca pude saber si lo dejaban volar de vez en cuando.
-Un primo muy cercano tuvo de mascotas sucesivamente, un búho, un halcón y conejos. En esa familia ya se hizo costumbre preferir a los últimos.
Ése era MI mundo animal cercano. Mi generación, espero, todavía no podía ser merecedora de oscuros pronósticos y acusaciones de oscurantismo moderno con aquello de que llegáramos a pensar que la leche salía de las cajas. (Por favor, no me mencionen las fórmulas lácteas para cualquier bolsillo, esa es otra historia).
Los animales ajenos a mi entorno estaban en la televisión, en los libros, en las monografías, en los relatos del rancho queretano de los familiares maternos, en los filetes y milanesas que consumía (de res, cerdo, pescado y ave) en la barbacoa, en las visitas al zoológico.
Entonces, un día, siendo aún yo católico practicante (sin saberlo), fui a misa a una parroquia cerca de mi actual domicilio. No he vuelto a visitar dicho recinto en años, pero conservo fresca una imagen que nunca se me va a borrar de la cabeza: en el atrio del templo, cubierto por una lona, y con plantas y árboles de diversa procedencia plantados aquí y allá, se hallaban unas jaulas que albergaban primates. La especie no la recuerdo, pero podría jurar que eran monos araña. Salir de misa y ver monos quizá cosa es común en muchos otros lugares y para muchas otras personas, pero no para un niño defeño asistiendo a dicha ceremonia en Atizapán. En aquel momento no pensé en el maltrato animal o si la religión era dañina u otras chingaderas políticamente correctas (era demasiado joven para haber desarrollado tal conciencia, si además ni tenía quien me la inculcara), únicamente quedé fascinado. Recordé a todos esos seres animados que habían compartido el espacio conmigo.
Y descubrí mi colonia, que a ojos de cualquier otra persona parecería un anodino fraccionamiento mexiquense sateluco wannabe, cuyos días de presunción habían pasado ya hace mucho. Descubrí las enredaderas que se extendían metros y metros en los terrenos baldíos, que producían cantidad de artrópodos fascinantes como libélulas, escarabajos largos y negros, arañas de bellos decorados; las grietas entre bloques de cemento que nutrían de humedad a extrañas larvas, cochinillas y pseudoescorpiones. Aprendí que a las largatijas hay que tomarlas por los costados, no por la cola, para evitar que se escapen al desprendérseles ésta o ser mordido. Presumí con mis compañeritos que en mi casa, en temporada de lluvias, podías encontrar ranas y sapos.
Y fui al mar y conocí otros estados, contemplé la pequeña fauna de cada lugar con curiosidad, fantaseé con contar las historias de mis observaciones. Conocí el Africam Safari de Puebla.
Llegando a la adolescencia me hallé entonces con la dimensión humana del asunto: la posesión de otros seres vivos, lo exótico, la igualación del objeto inanimado con el animal y la planta, el estudio científico, la elevación de ciertas especies al estatus de "humano" traducido como cercano. Hurones para los hipsters, serpientes para los secundarios, iguanas para los que querían comer algo que supiera a pollo, tortugas y perros para el resto, gatos para los melancólicos, pajaritos para las abuelitas, caballos y ganado para alimentarnos, gallos en las colonias "proletarias", víboras en La Marquesa...
Hoy en día puedo percibir que ser animales aún no es parte de ser humanos. Y no tengo idea de qué tenga que ver esta frase con todo lo demás, así que aquí terminamos.
Sean felices.
H.
P.D.: Nota para los filósofos instantáneos bienintencionados: diserten sobre la animalidad en la crueldad humana, la indiferencia de la mayoría y cosas así, les regalo este texto.
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