Algo, huevón. Muy huevón. (lean comentarios de antes para que se enteren)
Lo otro, bueno ese sí va bien. Un cuento inédito, junto a otros de ciertos colegas escritores amateurs, podrá ser adquirido muy pronto. Los mantendré al tanto. Por lo pronto, y como este post está muy personal, muy autobiográfico y demasiado X ("equis", pues), le seguimos a lo mismo y mejor les paso imágenes de lo que dejó el sexto semestre, para que, de paso, conozcan las Oficinas Centrales de Éter Verde:
Escritorio y guitarra. Sin comentarios
He de señalar de ni fui a al homenaje a Monsiváis (o lo que haya sido) ni tampoco me aprendí un solo poema de Neruda, uno de mis objetivos chafitas de mi semana de enamorado. Porca Miseria.
La hiena Ed, un dinosaurio imposible de plástico y Marquitos custodian mi biblioteca personal (embrionaria a más no poder).
Marc Nouschi y Guliano Procacci me hicieron compañía varios días y aprendí muchas cosas de ellos. Ninguna de ellas me servirá los próximos treinta lustros. Pero no le hace. Son bien chidos
Pertenezco a la FFyL. ¿Alguna duda?
El mero mero sabor ranchero
Y como sé que les interesa mucho también el hecho de que he vuelto a jugar Super Nintendo, les pasó la primicia de mi hazaña de terminar todo Super Mario World en un día. Olviden todo y vean esto, por Dios:
Maravíllense del hecho de que está conectado a una antena de conejo en una televisión casi paleozoica.Qué Xbox ni que nada. No entiendo que hace el Tigger ahí. Ni siquiera sabía que lo tenía.
Un final feliz. Puede constatarse que la obesidad de los hermanos Bros no ha impedido que rescataran a la damisela en peligro. Aunque aquí hay un error. En mi versión de la historia, Luigi ni hizo nada. Le voy a aplicar próximamente la estaliniana a esta foto. Y como sé que ya los harté (ni modo, no todo en este blog es tan chido) les pasó otro de mis cuentos. Si ya están hartos, muy hartos, les doy permiso que me la mienten.
ENJOY!!!
SALUDOS DESDE EL LIMBO
H.
Soñando
No hay lugar para los desesperados en el transporte públicos. Eso le debieron decir a Rodrigo antes de aquel día, uno en el que el metro iba especialmente lleno de gente. Pero todo parecía marchar bien; se había levantado temprano, se arregló pronto, desayunó sin prisa, salió de su casa muy calmado. Día de trabajo normal; nada parecía salirse de la rutina; excepto quizá esa sensación con la que se había levantado. Un sueño muy raro lo había alterado, lo tenía inquieto.
Tenía apenas dos meses de trabajar en esa oficina y en su trayecto nunca se encontraba a alguien conocido. Rodrigo sabía que ese trabajo no era precisamente un lugar donde se encontraría con sus antiguos amigos. Contaba ya con treinta y dos años; había dejado poco atrás una vida en la que podía ver a todos sus amigos por lo menos cada tres días; ahora ya no podía hacerlo. El trabajo le absorbía casi todo el día. Podría decirse que el único momento en que no se veía obligado a convivir con el resto del personal era cuando se trasladaba hasta allá en el metro.
Todo tipo de gente se daba cita en los vagones, alimentando las entrañas del gusano gigante naranja y a Rodrigo le placía verlos; detrás de cada hombre, de cada mujer, de persona mayor, de cada niño, de cada adolescente había una historia no contada. Sin embargo, el encanto se rompía porque, aunque siempre procuraba sentarse, no podía evitar sentir el sopor de una atmósfera abarrotada por cabezas, por lociones, perfumes, aparatos portátiles de reproducción de CD o música comprimida digitalmente e, incluso, alguna porción de comida que alguien llevaba. Todo apuntaba a ello: debía terminar dormido. Esas historias seguían sólo en su mente.
Esa vez fue distinto. Desde el inicio de su viaje al trabajo, se encontró con una chica, tal vez de su edad, que nunca antes había visto. Y había salido de una de las casas que estaban cerca de donde él vivía. Una nueva vecina, pensó. Muy bella, por cierto. Pero ella no parecía irse a trabajar. No, no lo parecía: vestía muy informal. Al principio, Rodrigo sólo alcanzó a ver su rostro una vez y la chica se alejaba de él adelantándose, dándole la espalda. Algo había parecido familiar. Rodrigo trató de recordar. Aceleró el paso para verla más de cerca antes de entrar a los andenes. Momentos antes de entrar ambos, muy cerca el uno del otro ya, el delicado y ligero sueter de la chica se deslizó de uno de sus hombros hacia el suelo. Rodrigo pudo fijar sus ojos en ese rostro, reconociéndolo entonces durante los pocos segundos que ella le permitió. Sí: la había visto en su sueño.
Ella pareció no percatarse de que estaba siendo cuidadosa, pero ingenuamente vigilada y siguió despreocupadamente su camino. Tanto Rodrigo como ella llegaron al andén, listos para tomar el tren. Quedaron casi hombro con hombro, pues Rodrigo había procurado que así fuera. No estaba enamorado, tenía curiosidad. No le gustaba, estaba sorprendido. No obstante, una sola mirada de la chica, perdida en el túnel, esperando impaciente la llegada del transporte logró cautivarlo. ¿Qué hacer ahora? Rodrigo se percató entonces de que el tren se había tardado más de lo común y tras de él y de la chica, el andén lucía una especie de alfombra de cabello y hombros. Ningún ser humano cabía ya entre quienes esperaban poder transportarse hacia sus respectivos destinos, manteniendo la fe en que bajo tierra lo harían más rápido que sobre el asfalto.
Una luz se asomó en el túnel. Rodrigo sonrió y no reservó su sonrisa al frío vacío de las vías, sino que la ofreció a quienes le rodeaban, aunque nadie se la correspondió. Sólo una persona. Ella, precisamente. Rodrigo no dejó de mirar ese rostro amable, que había soñado antes de conocer; pronto, el cansancio acumulado de muchas jornadas de trabajo ganó y le obligó a cerrar los ojos y liberar el cuerpo de la tensión de estar parado. Nadie, salvo un hombre corpulento que estaba detrás de él, se dio cuenta de ello. El gigante, poco tolerante con la gente lenta, despertó violentamente a Rodrigo. El somnoliento joven treintañero terminó de reaccionar cuando el tren naranja pasó a escasos centímetros de su rostro. El ejército de ciudadanos apurados alistó mochilas, codos, hombros, audífonos y portafolios para abordar el transporte. Rodrigo no podía contarse entre ellos. Era la primera estación de la línea. Los afortunados y agresivos disfrutarían de un asiento donde dormir una siesta, estudiar, escribir o comer. Las puertas se abrieron. Una salvaje lucha estaba por iniciar por el derecho a soñar.
Rodrigo sabía que no podía acercarse más a la chica. Prefirió olvidarse de ella, aunque la tenía junto a él. Dos, tres pasos y se apoderó de un asiento. Ella hizo lo propio con otro del otro lado del vagón. Ambos quedaron frente a frente durante pocos segundos. La chica sonrió, pero el amable gesto fue borrado por sacos, chamarras y bolsas a la mirada de Rodrigo. Él, resignado, se dispuso a tomar una ligera siesta: de cualquier forma, bajaría del metro hasta la penúltima estación. Cerró los ojos e intentó desconectarse del resto del mundo. Fracasó. Muchas personas platicaban y el ruido propio del movimiento de tren lo aturdía.
Frustrado su intento de siesta y empezando a sufrir los efectos del calor humano, Rodrigo sacó un libro de su mochila. El Castillo de Kafka. Leyó ávidamente cinco páginas. En la sexta, sus ojos parpadearon pesadamente y le costó un gran esfuerzo tratar de volver a abrirlos. Pasó otras siete páginas y volvió a cerrar los ojos. Cabeceó: Morfeo lo había domado.
Primero, una densa capa de color negro. Solo sonidos que se iban apagando. De súbito, una cascada de grises imposibles se hizo presente y en su danza de tonos, las formas comenzaron a surgir en la mente de Rodrigo. La imagen, clara, se mostró entonces: el vagón lucía vacío y él permanecía sentado en el mismo lugar. Frente a él, la chica de su sueño. Ahora aparecía por segunda vez. Se vieron el uno al otro. El tren corría libremente, no hacía escalas; era un viaje eterno. Ella entonces abrió la boca, aspirando para decir algo, pero se lo guardó. Rodrigo no sabía si hablar o permanecer en silencio.
Sin previo aviso, ella tomó la palabra. “Te he visto antes ¿sabes? En un sueño”. Rodrigo la miró sorprendido, sin moverse y contestó. “Creo que puedo decir lo mismo. Y bueno… de hecho, esto es un sueño, ¿qué crees que signifique?” Ella se rascó la cabeza y contestó con indiferencia:”No creo que sea cosa de significados. Encontrarse en un sueño es tan raro que deberíamos hacer algo para no olvidarlo, ¿no crees? Después de todo, esto no pasa muy a menudo”. Rodrigo sonrió y se levantó de su lugar, caminando hacia ella. Se agachó para verla directamente a los ojos y se quedó pasmado en ese movimiento. Ella reclamó “Yo esperaba un beso”. Rodrigo abrió la boca para contestar “Si te beso, no te voy a ver y no te recordaría”. La chica no pareció comprender el mensaje. Se levantó con una mirada fría, dirigida a Rodrigo. “Ya no me veas” Así, puso la palma de su mano sobre los ojos del joven. El negro regresó y a lo lejos, regresaban los ruidos del movimiento del tren, las voces, la música de los vendedores ambulantes. Pero, algo se sentía distinto.
Abrió los ojos. Le ardía la mejilla. Una mujer, alta y bien formada, se abría paso entre los pasajeros de manera violenta y salió visiblemente molesta del tren. Un torrente de miradas acusadoras se dirigió a Rodrigo, tanto de hombres como de mujeres. La chica de sus sueños (porque ahora eran dos) se movió hacia la entrada y se detuvo donde se encontraba Rodrigo. Él, sin haber salido completamente de su letargo, le dirigió unas palabras: “Oye, ¿me podrías decir tu nombre?” Ella, al parecer indignada, le escupió, diciendo: “¡Ni en tus sueños, cerdo! ¡Mamá, espérame!”.
La chica salió. De la mente y de la vida de Rodrigo, así como había entrado. Por un sueño.
1 comentario:
AJAJAJAJAJ. En vez de historia de la educación, hubieras hecho la historia del futuro, eso suena mejor??????? ya vez que tu tienes pelotas para eso.
Anónimo.
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